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El bob alemán de Catthleen Martini y Romy Logsch se desliza a 140 kilómetros hora por el tubo del parque Whistler. :: J. YOUNG/REUTERS
Sociedad

Miedo por un tubo

El Sliding Center de Vancouver, en el que se mató el piloto de luge, aterroriza a los olímpicos. Un deportista holandés se negó a lanzarse por la pista

PÍO GARCÍA
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Edwin van Caulker tuvo miedo. Practica el bobsleigh y está acostumbrado a lanzarse con un trineo a 140 kilómetros por hora, pero ahora tiene miedo. Es un deportista de élite pero ayer, en los Juegos Olímpicos de Vancouver, debía vivir su gran día, pero renunció a participar. Tuvo miedo. Sabe que ha forzado la retirada de su país, Holanda, y que recibirá un aluvión poco piadoso de críticas, abucheos y sarcasmos, pero Edwin van Caulker, de 30 años, no quiso lanzarse ayer por el tubo de hielo del parque Whistler. Está aterrorizado.

El primer aguijonazo en el ánimo de Edwin van Caulker se lo clavó Nodar Kumaritashvili, el piloto de luge georgiano que falleció en la víspera de la inauguración de los Juegos. El Sliding Center es la pista por la que se lanzan los deportistas de luge, skeleton y bobsleigh. Todos están acostumbrados a lo imposible: agarran su tabla o su trineo, se meten en el tubo y, en un minuto, alcanzan la velocidad de un coche deportivo. Las tres disciplinas difieren, sobre todo, en la postura: los pilotos de luge se deslizan boca arriba sobre la plancha; los de skeleton marchan boca abajo, con la barbilla casi pegada al suelo; y los de bob, embutidos en una especie de carcasa con forma de misil. La frontera entre el éxito y el hospital se ha hecho cada vez más delgada, sobre todo en esta pista canadiense, nueva, reluciente y tan veloz que parecía especialmente dispuesta para batir cualquier récord. El joven Nodar Kumaritashvili, de 21 años, no aspiraba al oro. Para él, estar en Vancouver ya era un premio. Pero un día antes de la ceremonia inaugural, en un entrenamiento, lanzado a 140 kilómetros/hora, perdió el control de su tabla, salió despedido del tubo y se golpeó contra los pilares laterales. Acudieron las asistencias, trataron de reanimarle... todo fue en vano.

La muerte de Kumaritashvili levantó las primeras sospechas sobre una pista imposible de puro rápida, aunque los responsables olímpicos, quizá temerosos de que eso les arruinara el negocio, se movieron con ambigüedad calculada: enfatizaron que el tubo era seguro, pero, por si las moscas, acortaron la distancia del Sliding Center para reducir algo la velocidad. Una medida de protección que puede servir para el luge, ya que los pilotos salen montados sobre su tabla, pero no para el skeleton o el bobsleigh, donde la carrerilla y el empujón inicial son imprescindibles.

Aquel accidente fue el tenebroso prólogo de unas carreras que están atemorizando a los deportistas y que estrujan el corazón del espectador más frío. Ander Mirambell, el olímpico español de skeleton, reconoce que la primera vez que bajó por el tubo, tras la muerte del georgiano, lo hizo «con un nudo en el estómago», pero añade: «Igual que cuando vas conduciendo por la carretera y ves un accidente. Creo que la pista es suficientemente segura. Fue mala suerte».

Ocurre, sin embargo, que muchos pilotos están teniendo mala fortuna en Vancouver. La muerte volvió a asomar su guadaña el jueves, cuando el dúo alemán de bobsleigh femenino, formado por Catthleen Martini y Romy Logsch, saltó por los aires en la curva 12. Martini y Logsch, cuya calidad técnica está fuera de toda duda, luchaban por las medallas, pero también acabaron mal: Logsch, la frenadora, que va sentada detrás, salió escupida del vehículo y rodó por el suelo a cien kilómetros por hora; Martini, la piloto, aguantó en el bob volcado y avanzó a todo trapo con el casco rozando en el hielo. Un silencio fúnebre se abatió sobre el Sliding Center y los presagios oscuros sólo se esfumaron cuando las dos protagonistas se levantaron, magulladas y aturdidas, y saludaron al público.

Pero todo esto ha sido demasiado para el ánimo de Edwin van Caulker, que ya había sufrido un accidente cuando se entrenaba en la pista maldita de Vancouver. A sus 30 años, y después de haberse tirado mil veces con el bobsleigh, cogió miedo.