Gregorio
Actualizado:Todo comenzó el día de la Erizada. Le habría sentado mal aquel último platito que se metió entre pecho y espalda cuando la santa y los niños se fueron a casa y se quedó de golfo con los de la peña. Gregorio notó a la mañana siguiente una curiosa erupción en la piel y una palidez rarísima. El lunes, en su despacho de funcionario, el sieso del jefe le dijo que estaba más blanco de lo normal, así como azulado, el tío guasa, y su mujer no se le arrimaba ya bajo el edredón. Que le daba frío, decía.
Aquello fue a más. Comenzó a notar un sudor helado por la espalda, las piernas, la cara. Se le escurrían las cosas de las manos, con lo que dejó de ir a trabajar. Se tomó la temperatura: 12 grados. En la residencia se encogieron de hombros, pero le dieron la baja. No le vino mal, pues se dio bastantes paseítos por la Alameda, que no había nadie allí del aguacero, y se tragó por la tele el Concurso entero. Todos los días sentía la necesidad de calzarse las botas de agua y caminar hasta el borde del mar.
En una de esas, una mañana se metió en la ducha y se vio las agallas en el cuello, dos pequeñas aletas en las manos y las dos piernas juntas en una, como si se hubiera puesto la falda de tubo plateada que se había comprado su sobrina la cani en el Bresca la semana pasada. Lo comprendió todo. Gregorio se había convertido en caballa al amanecer. A duras penas llegó dando botes, como en una torpe carrera de sacos, hasta las piedras de la Caleta y saltó al mar. Nunca más le importó la lluvia. Dicen que es feliz.