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Dos niños jarawas. :: LA VOZ
Sociedad

La última Bo

La desaparición de la única superviviente de una tribu revela la tragedia de numerosas comunidades indígenas, acosadas por intereses económicos

GERARDO ELORRIAGA
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Boa Sr no tenía a nadie con quien conversar y ella, extrovertida, sufría por estar sola. Pero ya nadie en las Andamán, pequeñas islas situadas al este de la India, hablaba bo, el idioma de su tribu, y no podía comunicarse. La anciana murió la pasada semana, plenamente consciente de que su desaparición también comportaba la volatilización de todo un pueblo, 65.000 años después de que se conformara su identidad. No se trata de un hecho excepcional. Según Survival, una organización no lucrativa que trabaja a favor de las comunidades indígenas, cada quince días un idioma desaparece del planeta y la supervivencia física de cien grupos nativos se encuentra amenazada por el valor de las tierras que han habitado durante siglos.

Antes que los bo se extinguieron los jangil, en el siglo pasado, y el conjunto de los granandamaneses, indígenas procedentes de diez ramas diferentes, apenas supera el medio centenar de individuos. El ocaso de los nativos de este archipiélago, hoy dependencia política india, se inició con la colonización británica a mediados del XIX y se extiende hasta el presente. Fueron masacrados por las tropas conquistadoras y diezmados por la introducción de enfermedades. Los supervivientes acabaron internados en el Hogar Andamán, una institución creada para aculturizarlos que acabó con todos los niños que nacieron dentro de sus paredes.

Hoy, los escasos descendientes constituyen una ínfima minoría en el territorio de sus ancestros, apropiado por colones llegados del subcontinente. Muchos también perecieron víctimas del tsunami de 2004. Otros, como los sentineleses, permanecen en sus bosques, aferrados a sus formas de vida, asociadas a la pesca, la caza y la recolección, ajenos a la civilización tanto como pueden, sabedores que el contacto con el extranjero comporta, generalmente, el fin de su autonomía y, habitualmente, la muerte.

La visión de la muchedumbre afiebrada que corre por la playa en busca del alivio del mar es una de las imágenes más poderosas de 'Hawaii', la película de George Roy Hill que describe la ocupación americana del archipiélago del Pacífico. Aquel presunto paraíso contaba con unos 400.000 nativos a finales del XVIII, cuando llegaron los primeros navíos a sus costas. Cien años después, eran una décima parte. El nuevo orden y la fe introducidos por soldados y misioneros venían subrepticiamente acompañados por infecciones imbatibles para el sistema inmunológico de los indígenas. Hoy, sus descendientes apenas superan el 5% de la población total del Estado de Aloha.

Pero el declive definitivo de tribus y culturas no es un remanente de añejas colonizaciones. Lejos del interés mediático, tiene lugar un exterminio que carece de testigos, pero que no es ajeno a los grandes fenómenos económicos. La búsqueda de maderas preciosas, las explotaciones petrolíferas, el cultivo masivo y devastador de aceite de palma o soja, tan cotizados, ejercen una presión irresistible sobre los ricos ecosistemas primarios donde habitan estos pequeños colectivos. A menudo, los respectivos gobiernos trafican con los derechos sobre el subsuelo, frecuentemente ignorando a quienes habitan la superficie, y los concesionarios recurren a las fuerzas paramilitares para alejarlos de sus hogares o, sencillamente, eliminarlos.

Los intereses lucrativos e, incluso, los actores bélicos, han convertido a los indígenas en otra forma de vida prescindible, como si se trataran de especies vegetales o animales exóticos interpuestos en la consecución de sus fines. Así, la guerra del Congo ha diezmado la población de gorilas y destruido los poblados pigmeos de las montañas. Las milicias los han expulsado de sus posesiones, enclavadas sobre ricos yacimientos mineros, y han buscado refugio en las inmediaciones de los caminos, lejos de los campos de desplazados y del apoyo de las organizaciones de socorro.

Los baka habitan la selva de Camerún y no superan el metro y medio de altura y, además de sufrir la tala indiscriminada de su entorno, han de hacer frente a la esclavización por los bantúes, la etnia mayoritaria. Frecuentemente se olvida que, aunque la dominación europea fue devastadora, la condición aislada de estos grupos no es gratuita y, a veces, puede derivarse de su marginación como consecuencia de anteriores conflictos intertribales.

Una carretera puede decidir el destino de un pueblo. La apertura de las vías de comunicación facilita la introducción de cazadores furtivos y traficantes de animales exóticos, favorece la intromisión de bandas paramilitares o de los pistoleros que anteceden a la llegada de las compañías explotadoras de los recursos naturales, bien provistas de 'bulldozers'. Los ganaderos y los colonos, braceros sin tierras que ocupan baldíos, cierran el proceso de usurpación.

El riesgo se vuelve extremo desde el primer avistamiento, porque el más leve contacto físico es susceptible de desencadenar epidemias letales de sarampión, viruela, gripe o cualquier otro mal, común en Occidente, pero irresistible para los recién contactados. Su medio de vida también se trastoca con la inclusión de la zona en los circuitos turísticos e, incluso, se degrada éticamente con la manipulación por rijosos programas de televisión que convierten sus modos de vida en risible espectáculo.

Tampoco aquellos que aceptan a los nuevos dominadores y se pliegan a sus exigencias consiguen el respeto. La obligada sedentarización supone un trauma para los grupos nómadas y la búsqueda de futuro en la periferia urbana acarrea la definitiva pérdida de su identidad cultural y graves consecuencias para ellos y sus descendientes. El alcoholismo y otras toxicomanías, la desestructuración y la violencia intrafamiliar también acompañan estos procesos, tal y como revelan abundantes experiencias en Nueva Guinea y Australia.

Admiración por los jarawas

Poco antes de su fallecimiento, Boa Sr confesaba su admiración por los jarawa, otro pueblo insular empecinado hasta la fecha en rehuir la relación con los extranjeros. Recluidos en sus bosques, trescientos individuos de facciones negroides han conseguido preservar su cultura. Sin embargo, el turismo de alto 'standing' ya ha erigido en las inmediaciones un hotel para amantes del exotismo más exclusivo, incapaces de apreciar que su ansia por disfrutar de unas vacaciones distintas puede implicar una tragedia colectiva.