La huella de Sherlock
Conan Doyle se inventó a Sherlock Holmes, pero luego le cogió manía y hasta quiso matarlo. No pudo. Como demuestra el éxito de la última película sobre el detective, había creado un personaje inmortal
Actualizado: GuardarSir Arthur Conan Doyle estaba harto. Médico oftalmólogo, aventurero ocasional y espiritualista convencido, ambicionaba conquistar las mayores cumbres literarias. Lo suyo eran los novelones históricos, al estilo del 'Ivanhoe' de Walter Scott, aunque tampoco le hacía ascos a los temas fantásticos e incluso se atrevía con sesudos ensayos geopolíticos. Pero los editores, erre que erre, sólo le pedían una cosa: más aventuras de Sherlock Holmes. Aquel detective feo, largo y huesudo, que resolvía los crímenes más intrincados con una lógica implacable, le estaba amargando la vida, apartándole de otras empresas de mayor lustre. Así que sir Arthur empezó a tramar un plan para recuperar su libertad: tenía que matar a Sherlock Holmes.
Primero se lo confesó a su madre, doña Mary Foley, que quedó horrorizada. Sus reticencias frenaron los primeros entusiasmos homicidas de Conan Doyle, que, casi a regañadientes, siguió publicando las aventuras del detective. Hasta que, durante unas vacaciones en Suiza, sir Arthur encontró el modo ideal de cargarse a su criatura: «Las cascadas del Reichenbach, lugar admirable y terrible, me parecieron una tumba digna para el pobre Sherlock», confesó en sus memorias. Para ello se sirvió de un tal Moriarti, avieso catedrático de Matemáticas cuya inteligencia, aunque torcida, era comparable a la del propio Holmes. En un relato titulado 'El problema final', y tras un forcejeo espantoso al pie de las cataratas, ambos se precipitaban al agua. El doctor Watson llegaba al lugar con retraso y sólo encontraba los restos del combate: el bastón de su amigo y una carta con aromas a despedida definitiva. Corría el año 1893. Cuando Arthur Conan Doyle puso aquel punto final, creyó haber matado a Sherlock Holmes.
Se equivocaba.
Al leer el cuento, publicado en 'The Strand Magazine', los lectores enfurecieron: muchos se colocaron crespones negros en honor del detective, más de 20.000 suscriptores se dieron de baja y tanto el editor como el propio autor recibieron miles de cartas de protesta, cuyos argumentos oscilaban entre el sollozo compungido y el insulto descarnado. Ni las súplicas ni las invectivas doblegaron el ánimo de Conan Doyle, felizmente convertido en asesino, libre por fin de la pegajosa sombra de su hijo Sherlock. El escritor escocés aguantó así ocho años, hasta que un amigo suyo le relató la misteriosa leyenda de un perro fantasma que causaba la muerte de quienes le contemplaban. Conan Doyle quedó prendado de la historia y se dispuso a narrarla. Pero no podía: no daba con el tono idóneo, no encontraba la forma adecuada, le faltaba un punto de apoyo. Necesitaba un detective singular; un tipo perspicaz que fuera anotando mentalmente cada detalle hasta encontrar la solución más imaginativa. Necesitaba, en definitiva, a Sherlock Holmes.
Por un cierto prurito de autenticidad, en lugar de resucitarlo, sir Arthur salvó el problema situando la nueva -y mejor- aventura de su detective ('El sabueso de los Baskerville') unos años antes de su desaparición física. Pero pronto tuvo que rendirse a la evidencia: Sherlock quizá se hubiera precipitado al vacío en aquella catarata suiza, pero no podía haber muerto. Incluso el rey Eduardo VII le había nombrado caballero con la súplica, más o menos expresa, de que publicara nuevas aventuras del detective. De este modo, en 1903, y también en 'The Strand Magazine', Holmes regresaba a la vida entre el fervor popular. Sir Arthur estaba resignado: había creado, sin pretenderlo, un personaje inmortal.
Entre Dupin y el doctor Bell
Antes de engendrar a Sherlock Holmes, Arthur Conan Doyle llevaba una vida ajetreada e interesante: miembro de una familia humilde, había estudiado medicina en Edimburgo y luego se había enrolado en varios buques, que le llevaron de las soledades árticas a las espesuras africanas. Cuando sintió la necesidad de establecerse, abrió una consulta oftalmológica en Southsea, con poco éxito. La escasez de pacientes le permitió al menos dedicarse a la literatura, su verdadera vocación. Lector de Edgar Allan Poe, quiso escribir, casi como divertimento, un relato policiaco. Entonces pensó en convertir en detective a un antiguo profesor de medicina, el doctor Joseph Bell, famoso en Edimburgo por su ojo clínico y por su increíble capacidad analítica: era capaz de descubrir las cualidades más íntimas de una persona con solo echar un vistazo a su ropa. De esta manera, nació en 1886 Sherlock Holmes. Casi 125 años después, y como demuestra el éxito de la película que ahora protagonizan Robert Downey Jr. y Jude Low, el detective de la calle Baker ha alcanzado la categoría de mito.
¿Por qué? Su primera novela, 'Estudio en escarlata', pasó casi desapercibida. Fue la publicación posterior de varios relatos en la prensa británica la que comenzó a cimentar la duradera fama de Holmes. O, para no ser injustos, de Holmes y de su inseparable amigo, el doctor Watson. «El personaje inmortal no es sólo él, sino la pareja», subraya el escritor valenciano Vicente Muñoz Puelles, traductor y estudioso de la obra de Conan Doyle. «Holmes es heredero del detective Dupin, que protagoniza las novelas de Poe, pero lo novedoso fue mezclarlo con Watson. Casan muy bien». Muñoz Puelles apunta otras razones del éxito imperecedero del sagaz investigador: «Su forma de vida resulta muy atractiva. Dos hombres que viven juntos, alejados de las mujeres, haciendo lo que les viene en gana. Trasnochan, beben Oporto, fuman todo lo que quieren, Holmes se droga con cocaína y toca el violín a horas intempestivas...» Todo ello, aderezado con la misteriosa atmósfera de un Londres neblinoso y lleno de peligros, compone un cóctel irresistible, como pronto descubrió el cine.
En 1902, todavía en vida de Conan Doyle, la American Biograph produjo la película 'Sherlock Holmes Baffled', primera de un larguísimo currículo. Alemanes, ingleses, franceses, americanos y hasta noruegos exploraron las posibilidades cinematográficas del detective, que finalmente adquirió en el imaginario popular los rasgos físicos del actor Basil Rathbone. Cuando la Fox comenzó a rodar su celebérrima serie sobre Holmes (1939), Conan Doyle llevaba nueve años muerto. Su personaje, aquel hijo al que un día quiso matar, no sólo le había sobrevivido, sino que le superaba ampliamente en fama. Un trago amargo para sir Arthur, que nunca logró entender por qué Sherlock era tan popular. «Para mí, éste es el gran misterio -abunda Muñoz Puelles-: ¿Cómo un escritor devoto del espiritualismo llegó a crear el personaje prototipo de la razón y de la lógica?»
LAS CIFRAS DEL MITO
Holmes ha estado ligado al cine desde los inicios del séptimo arte: la primera película del detective data de 1902
CUATRO NOVELAS ORIGINALES
Conan Doyle hizo a Sherlock Holmes protagonista de cuatro novelas y de 56 relatos cortos