Carne de pub
Actualizado: GuardarMi generación no conoció el fenómeno del botellón. Lo más parecido (y les aseguro que nada que ver) era 'el escaloncito', un lugar que existía en todos los barrios y que consistía en un espacio reducido, cercano a la confitería de costumbre, en el que, entre semana, nos sentábamos a tomar una litrona entre 10 ó 12 y un paquete de patatas Bonilla. El escaloncito era además lugar de confidencias más o menos amorosas y punto de encuentro para quedar el sábado, que era el día de salir.
Nosotros salíamos los sábados, sí. Si estábamos de vacaciones, también los viernes. Íbamos a los pubs que proliferaban entonces en toda la periferia de la ciudad. Con el ostentoso nombre inglés, pub, que sonaba a combinados de lujo y a ginebra cara, se había bautizado a aquellos baretos nada británicos, minúsculos algunos, oscuros muchos, modestos todos, donde gastábamos las noches y el escaso dinero del fin de semana. En un espacio casi tan reducido como el del escaloncito, nos amontonábamos compartiendo el aire con una máquina de marcianitos, otra de dardos y, en los establecimientos con uno o dos metros más, un futbolín, un pinball o un billar de tapete desgastado. Siempre había música, que el dueño cambiaba sin rechistar a petición del público, y risas, y flirteos, y conversación. Lo importante en aquellos pubs que se llamaban, por ejemplo, 'Diana', 'Cristalitos Machacaos', 'Lucky Luke', 'La hoguera', no era beber, sino vivir (y perdonen el parafraseo).
La meta de cada sábado no era emborracharse, aunque de vez en cuando la cogiéramos a cuadros. La meta era estar allí, rodeado de amigos, arropado. Queríamos divertirnos, charlar, ligar, bailar con ellos. Y, si había suerte, cruzar la madrugada a pie y en buena compañía, aprovechando la luz de cada farola.