El hijo de madre coraje
Actualizado:Le imagino de niño, al sol tibio de una playa en Tarifa: el mar como una enorme pregunta entre dos mundos. Es probable que él todavía no sepa que su madre lleva ya tiempo mirando la línea del horizonte, intentando presagiar si será posible que alguna vez podamos contemplar el rayo verde de la justicia. En la línea de sombra, no se aprecian tanto los primeros windsurfistas de ese litoral, ni los diminutos veleros o los grandes mercantes que también suenan las sirenas al verlos pasar, sino la breve retahíla de los caseríos blancos que rodean el amasijo de Tánger que, en los días de poniente, el Estrecho permite emerger de entre la bruma y desde la distancia. Allí está él, detenido eternamente junto a un castillo de arena a punto de desplomarse por los efectos del levante, de la tarde que cae o, esa misma noche probablemente, con los traspiés apresurados de una barahúnda de náufragos del capitalismo salvaje que han alcanzado las costas del paraíso europeo a bordo de una desangelada almadía en forma de patera.
Tal vez el niño, al día siguiente, encuentre algunos restos de lo sucedido entre las tinieblas de la madrugada: una camisa rota, un calcetín empapado, algún zapato olvidado en la carrera por un fugitivo temeroso de que la Guardia Civil le atrape antes que la mafia. Quizá escuche a su mamá hablar como en susurros, o pronunciando frases breves, evasivas, por teléfono. Pero ya no se sorprende que, a horas intempestivas, un hombre o una mujer con olor a océano, irrumpan en su casa a escondidas. Ni que ella multiplique los panes y los peces para darles comida y un caldo caliente con el que vencer el miedo y la hipotermia. Hablaba raro esa gente, pero les miraban con ojos atónitos y agradecidos, o repetían como si fuese una oración algo así como «chucran» o «barakalofi», con muchos aspavientos. Y a veces les acompañaba en el coche de mamá a un lugar lejano, a menudo una parada de autobús o una estación de trenes, donde ella siempre solía darles unos cuantos billetes que ellos correspondían con un enorme agradecido abrazo final.
Algunos de ellos volvían a casa, de paso, andando el tiempo: solía ser de día y su rostro era más luminoso, más jovial, menos tenebroso que en aquel viaje. Ya chapurreaban español y el niño entendía frases sueltas: «Aquí la vida es difícil pero al menos ya tenemos papeles y podemos soñar». El tiempo pasa, el muchacho crece, suele ocurrir. Puede que todo ello -o a lo peor no fue así-, le llevase a buscar un empleo en el Servicio de Salvamento Marítimo. Y es muy posible pero tampoco es seguro que recordase con frecuencia como a su madre le llamaban algunos, ya hace mucho, madre coraje. En cierta medida, la madre de muchos. La de los espaldas mojadas.