Un grupo de haitianos intenta retomar su vida en un campo de refugiados instalado a las afueras de Puerto Príncipe. :: AP
MUNDO

Éxodo de míseros y moribundos

Una marea de personas golpeadas por el seísmo inunda las zonas rurales en busca de una esperanza que no existe

LES CAYES. Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

El infierno de Puerto Príncipe sigue desbordándose en las provincias más pobres de Haití, con su marea de hambrientos y moribundos que recorren a la inversa el éxodo del campo a las ciudades que marcó el siglo XX. Según cálculos de la ONU, más de un millón de personas ha salido de la capital por sus propios medios y 230.000 en autobuses que fleta el Gobierno. Cada día son más.

Buscan cobijo entre parientes pobres, esos que dejaron atrás hace décadas para buscar la prosperidad en la urbe que se desplomó sobre sus espaldas el pasado día 12. La mitad de los que vivían en Puerto Príncipe aún tenía familia en provincias, donde según la FAO el 80% vive con menos de un dólar al día. O sea, bajo el umbral oficial de la pobreza extrema.

Mientras el mundo intenta organizarse para frenar la crisis en la capital haitiana otra humanitaria se fragua en el campo. «Tenemos que ocuparnos de los que llegan o las cosas se pondrán peor para todos», dice Gary McLaughlin, un misionero baptista que lleva cinco años en Les Cayes. Ha volado al aeropuerto internacional en busca de medicinas y alimentos, con el encargo de rescatar a un centenar de parientes de miembros de su iglesia que han quedado sin casa. «He preguntado por todas partes, y nadie tiene nada para darnos», suspira al acabar su infructuosa búsqueda. A los sin techo los recogerá al día siguiente en camiones, autobuses y furgonetas, pero la escuálida avioneta no volverá vacía, sino con dos periodistas españolas que se suben a última hora para dar voz a los olvidados de las provincias.

Cambiamos el mosaico de colores que forman desde el aire los improvisados toldos de los desplazados por una manta verde y montañosa salpicada de casitas. Detrás quedan los laberintos geométricos que revelan los muros de los edificios sin tejado, esas casas a las que el temblor partió por la mitad y desnudó, revelando casi promiscuamente su intimidad.

Al final de una pequeña pista rodeada de palmeras, a 200 kilómetros al sudeste de Puerto Príncipe, espera una docena de niños de miradas dulces y sonrisas blancas que corean «¡Hey you!» para atraer la atención del recién llegado. Cuatro o cinco avionetas al día procedentes de Santo Domingo, Bahamas o Florida responden al llamamiento de auxilio de los pocos occidentales afincados en la zona -canadienses, estadounidenses y alemanes-. El corrillo de risas infantiles ha aprendido el chapurreo internacional de la supervivencia. «¡Toy flaco!», dice alegre uno tocándose el estómago. «Give me food (Dame comida)», se ríe otra niña .

«¿A quién le das comida?»

«Como misioneros, esto es lo más difícil para nosotros: Todo el mundo necesita comida. ¿A quién se la das? En Haití es muy difícil repartirla, en seguida se forma un tumulto de gente desesperada. Para ellos todos los blancos somos ricos, y tienen razón. Comparados con ellos lo somos».

Ya no huele a muerto ni hay montañas de basura putrefacta en las cunetas. La pobreza del campo no deshumaniza a sus desventurados como los guetos hacinados de las ciudades. Los que han podido escapar de la capital con sus familiares sin vida los enterraban el domingo con invitados de pamelas blancas y túnicas de seda que parecían ir de boda, en contraste con los 112.000 cadáveres anónimos que se amontonan en las fosas comunes de Puerto Príncipe. Eso no quiere decir que puedan repartir más el plato de arroz que se desgrana entre toda la familia. La de Merci Dominique no ha podido darle cobijo, pese a que ha llegado embarazada de siete meses, con un niño de once años de la mano, y la memoria de un marido que ha dejado sepultado bajo los escombros. «Son demasiado pobres para ayudarnos», dice la viuda de 31 años. Lo cuenta sin melodramas, con esa fuerza interior que sacan los haitianos para contener las desgracias que sufren sin desmayo desde hace doscientos años.

Como la de Furenel, un niño de 15 años que no deja de palparse el muñón en busca de la pierna que le falta. Se la han amputado sin un calmante para el dolor. Se recupera en una camilla, colocada en la entrada del hospital junto a la misión baptista, donde no quedan camas, y juguetea con un monito de peluche. En cada cama hay piernas rotas, atornilladas, ausentes. Las que atraparon a sus dueños bajo las paredes desmoronadas hasta que alguien los sacó. «Los haitianos son gente dura», observa el doctor Richard McGlaughlin, curtido en Calcuta, Bangladesh y Cochabamba, uno de los tres médicos voluntarios que ha llegado de EE UU con Angel Flight. En sus buenos momentos sólo disponen de un ATS haitiano y un médico estadounidense que les visita apenas una semana al mes. Pero la oleada de heridos ha vomitado moribundos hasta en el campo de fútbol en el que se refugia la joven viuda.

A diferencia de los más de seiscientos campamentos improvisados de la capital, donde cerca de un millón de personas se disputan el suelo infecto para atar una sábana a tres palos, la embarazada comparte una tienda de campaña con su hijo. Quizás por eso le ha vuelto la serenidad a la mirada.

Humilde paraíso

Bajo una carpa blanca tres aprendices de médico con los estetoscopios colgados al cuello y relojes dorados atienden en el campo de fútbol a los pacientes en recuperación que no caben en los hospitales o no tienen a dónde ir tras el alta. Les acompañan tres enfermeras con uniformes de la II Guerra Mundial: falda plisada, peto y cofia de blanco impoluto que perfila sus facciones negras. Tienen tres turnos al día, una mesa de medicinas donadas y comida que reparte el ayuntamiento. Un humilde paraíso para sanar las heridas del cuerpo y del alma que traen los desplazados.

«Falta de todo, anestésicos, analgésicos, vendas, clavos para los huesos, lo que se te ocurra», dice el médico estadounidense. McLaughly no comulga con la fe evangélica de los misioneros, como tampoco Andrew Diffley, el piloto de la avioneta que la semana pasada cogió el mapa y voló diez horas para ponerse a disposición de quienes encontró por Internet. «No pregunto, no me importa. La religión y la política sólo sirven para dividir». Movido por las imágenes de televisión, desde el miércoles se ha gastado tres mil dólares (2.100 euros) en combustible para repartir comida y material médico entre las comunidades más aisladas.

Sólo en Les Cayes, la población de 250.000 habitantes ha crecido un 50% en cuestión de días, sin recibir ayuda. El Programa Mundial de Alimentos que en la capital ha llegado a 321.313 personas apenas alcanza a 900 en todo el resto del país. La pequeña delegación de uruguayos que llegó el lunes a evaluar su situación les ha prometido ayuda dentro de una o dos semanas. «¡Pero si la gente ya está aquí!», se alarma el predicador. Deja los rezos para la noche y sigue buscando comida para sus refugiados por toda La Española. Les Cayes no sale en la prensa, casi no aparece en los mapas de desplazados, pero es el único sitio a donde Jolyn Harryofman encontró la semana pasada una plaza en un camión. «Aquí no tengo familia ni conozco a nadie, pero no pienso volver a Puerto Príncipe hasta que la tierra deje de temblar. Esto es más tranquilo y seguro; no hay tanta basura. Sobreviviré».