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El Vacie: una vida al raso

Más de 1.200 personas pueblan uno de los asentamientos chabolistas más antiguos de Europa. Sólo unos pocos metros los separan de la Sevilla del siglo XXI

ESTER REQUENA
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E l sol aún no se ha abierto paso en el cielo sevillano. Son las siete de la mañana y el termómetro apenas llega a los cinco grados. Los mismos que alcanza dentro de las cuatro paredes formadas por una extraña mezcla de planchas de madera y aluminio que dan vida a la chabola de Rocío y Manuel. Contra este frío no hay edredones que valgan. Ni siquiera el calor humano que desprenden ocho personas bajo un mismo techo de plástico duro. Los rescoldos de la hoguera encendida con unos cuantos leños la noche anterior no ayudan a caldear una estancia que apenas da tregua a la intimidad. Tras desprenderse de tres o cuatro mantas nórdicas, Rocío Montero se levanta de su vieja y ruidosa cama y pone sus pies en el gélido suelo de cemento que con sus propias manos ayudó a encofrar. Comienza un nuevo día en El Vacie, uno de los asentamientos chabolistas más antiguos de Europa y en el que viven más de 250 familias en condiciones propias de la Edad Media. Y así desde hace 77 años, incluido este 2010, declarado año europeo contra la pobreza.

Pobreza, miseria, marginación... Los adjetivos que suelen acompañar al nombre del Vacie en cualquier crónica surgen en cada rincón de un poblado situado a cinco minutos del centro de Sevilla, junto al cementerio y un centro comercial. Pi pi pi, pi pi pi. El martilleante hilo musical de los despertadores anuncia la inminente llegada de los autobuses escolares a una rotonda cercana. Lole, una paya que tienen acogida en su chabola Rocío y Manuel y a la que quieren como una hija, despierta a sus tres niños para bañarlos... o al menos intentarlo. Se apañan como los gatos. Un poco de jabón aquí, otro allá. En las chabolas no hay agua corriente y un pequeño grifo en el exterior es su único recurso. «Y eso si no se congela por el frío y hay que estar golpeando un buen rato la tubería para que caigan algunas gotas», recuerda Rocío. Las ollas se acumulan bajo el caño mientras las mujeres, aún en pijama y bata, se terminan de desperezar. Las hornillas trabajan a todo gas para calentar el agua y las tostadas. «Gracias a Dios hoy tenemos suerte y podemos desayunar algo... lo que no sé es lo que vamos a hacer en el almuerzo. No tenemos nada», se lamenta Rocío. La nevera ofrece una imagen desoladora y muchos días los pequeños se van al colegio con el estómago vacío, con el que a veces también se acuestan. «Los mayores lo llevamos mejor pero, ¿cómo le dices a tu hijo o tu nieto que no hay nada de comer? Los pobres se duermen llorando y, encima, muertos de frío», detalla Pilar Ramírez mientras se ajusta su mandil de flores, dispuesta a acometer con garbo las tareas del hogar.

En todo el poblado la higiene brilla por su ausencia, pese a que las mujeres adecentan las chabolas como pueden. «Por lo menos ya no entran las ratas en las casas desde que tiramos toda la basura en el mismo lugar», asegura Antonio Ramírez observando el pequeño vertedero formado y que los servicios de limpieza sólo retiran una vez a la semana. Perros, gatos y dos gorrinos mugrientos juguetean sin parar con el barro que se forma junto al grifo común mientras Rocío, Fátima -que con sólo 19 años está embarazada de 8 meses-, Mari Luz y Pilar los intentan alejar. «Que conste que los cerdos no son para comer... nos los regalaron y los tenemos como mascotas», recalca Pilar.

Junto a la tubería se acumula a media mañana la ropa sucia para lavarla a mano sobre una roca que hace de pila. Al estilo de las lavanderas del siglo XIX. De fondo suena a todo volumen la música aflamencada que ha puesto Carlos, el hijo de Rocío. Quiere ser disc jockey y pocas veces se desprende de su chándal del Barcelona.

Tres comunidades y un poblado

El Vacie se divide en tres zonas bien diferenciadas: los españoles (mayoritariamente sevillanos), los extremeños y los portugueses. Cada uno tiene sus propias reglas y entre ellos hablan poco. Ni siquiera en caló, su primer idioma. No hay un censo exacto de habitantes. «A ojo podemos ser unas 250 familias, unas 1.200 personas repartidas entre 50 chabolas y 90 casas prefabricadas», recuenta Juan Ramírez, quien con su medio siglo de vida ejerce de patriarca de una de las familias más extensas del Vacie. El sombrero y su vara de mando dan fe de su autoridad. Atrás quedó su oficio de cestero con la llegada de las tiendas de los chinos. Ahora se dedica, como casi todos los hombres del poblado, a la chatarra, un negocio de capa caída con la crisis. «Sólo nos dan 11 céntimos por kilo; toda una ruina». Por eso, pocos confían en la expedición que acaba de salir en busca de cualquier metal a bordo de una furgoneta que conducen sin carné; casi ninguno se lo puede sacar y ya los han pillado más de una vez sin papeles. Pura rutina con la policía. La mayoría no sabe leer ni escribir y tienen que recurrir a los más pequeños cuando se enfrentan con el papeleo (el 90% de los niños está escolarizado). Unas horas después, el botín ha ascendido a 50 euros a repartir entre unas cuantas familias. Más suerte ha tenido Cristóbal. Quizás sea cierto que un hijo trae un pan debajo del brazo, porque a este joven de 22 años, que acaba de ser padre por primera vez, le han regalado un coche para desguazar. Total: 70 euros para dar de comer a toda su familia -incluidos sus padres y hermanos- tras reducirlo a escombros durante horas con la única ayuda de un hacha.

Con las primeras lluvias del invierno se vino abajo parte de la chabola de Mari Luz Navarro y Rafael Ramírez. Se rozó la tragedia. Dos semanas más tarde, su humilde morada vuelve a estar en pie y la foto de sus tres hijos preside otra vez la única estancia con la que cuentan. «La pena es que mi pequeño está en el correccional y no la puede ver», comenta Rafael con lágrimas en los ojos. La esperanza de vida de estas casas es muy limitada y hay que hacer reformas continuas con la ayuda de cualquier tablón, toldo o azulejo que rescaten de la basura. «El Ayuntamiento nos ha dado ahora unas chapas de alquitrán, pero se rompen con mirarlas y nos va a entrar más agua todavía. A veces tenemos auténticas cascadas», puntualiza el patriarca de los Ramírez, quien aún acoge bajo su techo a cinco de sus once hijos. Por lo menos los Reyes Magos llegaron por adelantado al poblado hace ocho meses y les construyeron varios servicios públicos. Pero no para todos. «A nosotros cuando nos da un apretón nos vamos al campo o a los baños del Carrefour», explica Antonio Fernández Montoya. Su ducha diaria consiste en meterse en una bañera antigua al aire libre que recoge el agua de la lluvia y en la que apaga su sed una cabra. Mejor suerte corren quienes disfrutan de las casas prefabricadas. Algunas incluso tienen aire acondicionado.

Todos a misa de siete

A las siete de la tarde el Vacie casi se paraliza por completo. Es la hora de la misa. Una chabola convertida en iglesia evangélica recubierta de las mejores maderas acoge la palabra de Dios. «Salvo los lunes y los sábados, que hay descanso», puntualiza Juan. Llega la noche, los niños dejan de darle patadas al balón y se empieza a escuchar la televisión de fondo. En cada chabola no falta una pantalla inmersa entre cuadros comprados por un euro, espejos, muebles y frigoríficos de segunda mano enganchados a la luz de las casas prefabricadas. Es el momento de sacar de nuevo las mantas para capear otra fría y larga noche.

Sueñan con dejar atrás el Vacie. Olvidarse totalmente de él. «Estamos hartos de problemas». Han escuchado promesas de todos los colores políticos sobre la desmantelación del poblado. Hasta Franco pisó una vez este suelo embarrado. Ahora está en marcha el enésimo plan de realojo. Pero todo sigue igual. Han nacido entre chabolas y, por ahora, es la única forma de vida que conocen. A Rocío se le ilumina la cara cuando recuerda que uno de sus siete hijos ha podido salir del Vacie. Una rara excepción, porque es muy difícil dejar atrás las chabolas a no ser que sea para ir a la cárcel o a un centro de menores. «Pinto se casó con una paya, Patricia, y ya tiene un hijo. Lo malo es que ahora está en el paro», matiza con la pena de una madre que sufre en silencio. «No quiero que más generaciones se críen entre ratas y enfermedades», suspira Rocío con esperanza antes de irse a dormir.