El samurai del sushi
Ricardo Sanz. El chef madrileño, que cambió las hamburguesas por el sashimi, logra la primera estrella Michelin para un restaurante de comida extranjera en España: Kabuki
Actualizado: GuardarElla , clienta del exclusivo local japonés de Kabuki Wellington en Madrid, tendría unos treinta años. Terminó su comida y preguntó por el chef: «Usted es el hombre que más placer me ha dado sin tocarme». Así, sin paños calientes, y delante de su marido. Él era Ricardo Sanz de Castro, madrileño menudo de 51 años, considerado por la crítica gastronómica como el mejor 'japo' de Madrid. O el mejor madrileño de Japón.
Espumas estratosféricas de la 'nouvelle cuisine' aparte, digamos que Sanz es un tipo normal que mide uno sesenta y algo y antes de convertirse en el rey del sushi en España servía hamburguesas. Esto de ser el rey no es cosa del hambre de dioses de los gourmets modernos. El Kabuki de Sanz fue en noviembre el primer restaurante español de comida extranjera en recibir la estrella Michelin y posee una ristra de premios de cocina equiparable a la lista de títulos de la Duquesa de Alba: dos 'soles' de la Guía Campsa, mejor restaurante y mejor cocinero de la Comunidad de Madrid, mejor restaurante de Madrid, mejor restaurante español de comida extranjera... Hace un mes, invitaron a Sanz a Londres al certamen Los Samurais del Sushi, un concurso que reúne a los siete cocineros que están más en forma sirviendo pescado crudo en el mundo.
Sanz de Castro era un hostelero más, uno de tantos. Estudió cocina en la Escuela del Lago de Madrid y vivió sus primeros combates haciendo la mili en la cantina de un cuartel de Zaragoza. Con 22 años abría su primer negocio, una hamburguesería en la calle Sant Pol de Mar, en Madrid, y más tarde un bar de tapas en La Bombilla, su barrio.
Pero le cambió la vida cuando aterrizó en un japonés y probó el extraño sabor del sushi. «Se puede decir que me enamoré», admite. «Me di cuenta de que el pescado crudo es la delicadeza pura, es sublime. Cocinado puede estar muy rico, pero no alcanza la altura del crudo». Tanto le gustó que lo dejó todo por trabajar como pinche con su colega Masau Kikuch, del restaurante Tokio Taro. «Claro, que una cosa es un japonés como amigo y otra como jefe. Eso fue peor que la mili. Mis amigos me decían que estaba loco, pero era lo que me gustaba». «¡Tú mira y calla!», le ordenaba el severo Kikuch y así pasó un año antes de tener su oportunidad. Corría 1990 y sucedió un día en que su jefe tuvo que ir al hospital. Sanz no había limpiado ni un pescado y ese día lo tuvo que hacer todo. Entre él y el cuchillo se fraguaba el principio de una gran amistad.
La historia de amor remató en 2000 con la apertura del Kabuki primigenio en Presidente Carmona, más tarde el restaurante del Hotel Abama en Tenerife, el catering y 'take away' Kotobuki y la joya de la familia, el Kabuki Wellington, en plena calle Velázquez. Todo con su socio, Juan Antonio Aparicio, que se encarga de la parte técnica del restaurante.
No todos los que se sientan en un japonés sienten el flechazo de Sanz. «Cuesta una media de dos o tres comidas hacerse al sabor». Luego, algunos se enganchan y, según el chef, necesitan probar el pescado crudo un par de veces al mes. Les saldrá por un pico. Comer en Kabuki cuesta una media de cien euros por barba, si nadie se pasa con el vino o los caprichos. Ojo con los sustos. Una sopa de miso (soja aromatizada) sale a siete euros, pero un sashimi de 400 gramos de cigala viva cuesta 80 euros. «A cambio, te la comes y todavía está meneando la cabeza».
No tanto teatro
Sanz eligió el nombre de Kabuki por el sonido y también por su significado. La palabra recuerda el teatro japonés del siglo XVII interpretado por bellísimas mujeres que estaban dispuestas a dar placer a los caballeros a cambio de grandes sumas de dinero. Sanz lo explica desde la puesta en escena tranquila y precisa de la barra del restaurante, en la que los clientes lo pueden ver cocinar sus platos, pequeños, diáfanos, como sencillísimos 'haikus'. Allí se habla bajito: «Esto es para la 108», susurra casi el chef ante un preciso panel de mando en el que se apilan con orden cartesiano decenas de ingredientes. Frente a él, los pescados ya limpios en cajones, cuencos de algas y nabo, cajas con huevas de erizos de mar, pasta de aceituna, de trufa... Detrás de la mesa dirige la orquesta Sanz con un ritmo cadente y discreto. «Es que yo si no fuera cocinero, hubiera sido músico». Su proyecto, de hecho, es 'pinchar' soul con música en directo.
Sobre las dos de la tarde comienza en Kabuki el concierto de platos sobre dos melodías: japonés y español. La canción arranca así: sushi de toro (atún con tomate) y miga de pan (uno de sus 'super hit' que recuerda a un bocadillo de jamón). Más tarde, besugo a la espalda a la bilbaína: cinco lomos crudos con aceite, vinagre, picante asahi por guindilla y ajo frito. Le siguen el lenguado con la misma presentación pero la salsa meunière y una minúscula porción de estragón, atún picante y su famosa Trilogía. Lleva nigiri con huevo frito y trufa, pez mantequilla y trufa y la hamburguesa de carne de Badiu (un buey similar al de Kobe). De remate, futomaki con tuétano que recuerda a un cocido.
Algunos clientes traen su 'chuleta' de papel con lo que no han probado de la curiosa mezcla que ha ido surgiendo de manera natural. Algunas recetas nacen por generación espontánea, «directamente en la mesa o por los comentarios de los clientes». Así salió, por ejemplo, el besugo a la bilbaína o el suavísimo pez mantequilla que importa directamente desde los puertos estadounidenses del Pacífico. Y algunas, por analogía con otras recetas. Del bienmesabe gaditano proviene el mero en adobo al estilo de Cádiz. De una de Baleares sacó su mero envuelto en tocino, y mientras comía una crema catalana ideó un sushi de atún rojo cubierto de azúcar moreno quemado. Un pescado dulce, sí.
Entre nigiris, sashimis, usuzukuris y cervezas japonesas no se imaginen a uno de los miles de friquis de última generación que mueren por todo lo que tenga que ver con el sol naciente. «Me gusta el país, su forma de ser», asegura, aunque no ha sido capaz de aprender japonés (se dormía en las clases) y del manga sólo le interesan las historietas eróticas del Hentai.
En Japón sí que le conocen y algunos lo adoran. Si fuera un escritor anglosajón tendría la contra de su novela atestada de recomendaciones y testimonios pese a que a los japoneses «no les hace mucha gracia» que un extranjero meta mano a lo suyo. De todas las reacciones, guarda dos en el cuadro de honor. «Excelente sushi», le dijo después de una comida Satoshi Sozuka, el presidente de Mitsubishi. El señor Toyota fue más allá: «Usted me ha recordado los sabores de mi infancia». Realmente se estaba comiendo tempura de ortiguillas de mar, de las de Cádiz, que le había cocinado un chico del barrio de La Bombilla, a orillas del Manzanares. Las cosas del mundo global.