La vida renace. Samantha Jeanelson, una joven madre haitiana de 24 años, reconforta a su pequeño hijo Pierre, que se restablece de sus heridas en el hospital Saint Damien de Puerto Príncipe. :: REUTERS
MUNDO

El dinero devuelve la vida a Haití

Saciados ya el hambre y la sed, la reapertura de los bancos aviva la normalización

PUERTO PRÍNCIPE. Actualizado: Guardar
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«Money». El haitiano lo ha pedido con un empujón que casi tira a esta corresponsal de la moto. Y por si no se entiende lo que reclama frota los dedos para hacer el gesto del dinero. Es una novedad. Durante una semana la gente de la calle sólo quería agua y comida. Después de siete días al sol con los brazos cruzados, trabajo. Y ahora que la vida se abre paso en las calles, dinero. La reapertura hoy de los bancos en provincias y mañana en la capital aviva esta llama de normalización.

Dinero para comprar todo lo que se vende en las aceras, que no es poco: cocos, pimientos, tomates, cebollas, ajos...

Son precios de guerra, 14 dólares (10 euros) por una salchicha en el hotel donde acampan los periodistas, un dólar (70 céntimos) por naranja en la calle. «Son circunstancias difíciles», justifica Annette, una de las vendedoras. «Esto es todo lo que me queda», dice señalando con una mirada lánguida lo que vende en su manta. Es todo lo que ha podido recuperar de su tienda después de días escarbando entre los cascotes. El resto de la mercancía ha quedado destruida bajo muros más pesados que los que ponen una cortina de tristeza a su rostro curtido. «Mi casa también está destruida, ahora vivo aquí».

Se refiere al parque de Campos de Marte que decenas de miles de personas llaman hogar.

Campamento

El Gobierno que ha resucitado de sus cenizas ha anunciado la construcción de un enorme campamento de refugiados al norte de la ciudad, pero prueba de que nadie espera un hogar inminente es que el afilador tenía ayer cola en el parque, sin dejar de pedalear la rueda que saca brillo a los cuchillos.

Un trabajo es una ventana al futuro para quienes viven piedra sobre piedra, pero en su ausencia la ilusión se llama CAM. Ésas son las siglas de la única casa de transferencias bancarias que opera en la ciudad desde el miércoles, un manantial de dinero fresco en el que Benort Joseph se puso ayer en cola a las cuatro de la madrugada y a las diez todavía le faltaba un tercio para llegar hasta el dinero prometido. Una veintena de policías nacionales ponía orden en una fila serpenteante, tan apretada que cortaba la respiración. Benort apenas podía sacar la mano para apuntar su nombre. Los que llegan a pasar detrás del tipo del rifle que custodia la entrada reciben inmediatamente trato VIP. Una veintena de sillas perfectamente alineadas, garrafa de agua para servirse y aire acondicionado, pero sobre todo, dinero en la ventanilla.

El millón y medio de haitianos que según el Banco Interamericano de desarrollo vive fuera del país son la tabla de salvación para los millones que se han quedado sin casa, sin trabajo ni qué llevarse a la boca.

Han aprendido a pedir «socorro» en español, dicen los carteles, y «ayuda» en alemán o inglés. La mitología quiere pensar que es la llegada de los estadounidenses la que echará a andar al país, pero es su propio espíritu de resistencia y el desembarco internacional el que pondrá arroz en sus platos. El puerto, por ejemplo, que según las noticias reabrieron ayer los ingenieros estadounidenses, recibe cargamentos humanitarios desde el martes gracias a las reparaciones parciales que el domingo finalizó la ONU. «Y tenemos un montón de planes alternativos», asegura Niels Olsen, capitán de puerto del Programa Mundial de Alimentos. «La semana que viene llegarán a Les Lulans 10.000 toneladas de arroz que ya tenemos en camino, y cubriremos esos 30 kilómetros por tierra».

El spring contrarreloj para salvar vidas expira en Haití. Cada vez hay menos latidos entre los escombros, pero la maratón de la supervivencia es una carrera de fondo que Moiel Giuseph está dispuesto a correr. El pasaporte estadounidense que se ganó con veinte años de taxista en Brooklyn sería una llave de salida, pero no piensa usarla. «No me he muerto, mi casa está en pie, gracias a Dios. La vida sigue».