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Una familia haitiana trata de llegar en una vieja barca hasta uno de los cargueros atracados en Puerto Príncipe para viajar hasta una provincia vecina para huir de la destrucción y la violencia. :: AFP
MUNDO

La tierra ruge de nuevo en Haití

Una potente réplica de 6,1 grados resquebraja los intentos de regresar a la vida en el país

MERCEDES GALLEGO ENVIADA ESPECIAL
PUERTO PRÍNCIPE.Actualizado:

No hay piedad para Haití. La naturaleza se cebó ayer con inusitada crueldad sobre los que decidieron enfrentar sus fantasmas con la vuelta a casa, apremiados por la fina lluvia que roció su primer sueño. Apenas empezaba a alborear cuando la tierra traicionera rugió de nuevo con fuerza de 6,1 y sacudió las débiles estructuras ya dañadas por el temblor de la semana pasada.

«Dios mío, ayúdame», pensó entre sueños Orva Gale, una periodista del canal KNN que desde hace nueve días duerme en un parque con lo puesto. «Por favor, no quiero morirme aquí». Por eso aprieta en el bolsillo lo único que le queda, su pasaporte, con el que alimenta el sueño de escapar del infierno. Su padre vive en EE UU, pero no tiene forma de contactar, las comunicaciones son erráticas para los periodistas con teléfono satélite, mucho más para quienes lo han perdido todo. Su jefe estaba en los estudios de televisión cuando se desplomaron: «No sé si sigue vivo».

Evaluamos los daños a toda velocidad. Era difícil decir si los tejados en el suelo, las puertas sin muros y los sonámbulos que intentan apartar bloques de cemento con sus manos desnudas estaban allí desde la semana pasada o eran flamantes desvalidos, pero los equipos de rescate no habían reportado ningún incidente nuevo. Se habían caído casas ya dañadas, eso sí, en el lujoso barrio de Petion Ville, y se había escuchado el estruendo de edificios desplomados en Bourdon Pacot. Sonidos escalofriantes para quienes los tienen grabados con olor a muerto, el de esos cadáveres en estado de descomposición que empiezan a quemar en las esquina para dejar sitio a los muertos frescos.

Como el de ese joven de pantalón corto y aspecto rastafari que esa noche se abrazaba el torso ensangrentado en las calles del puerto, petrificado, con los brazos retorcidos y los párpados entornados. Había escapado del infierno a cuchilladas no hacía mucho, aún parecía dormir. Era la primera parada de la patrulla nocturna que acompañó este periódico para tomarle el pulso a la noche que rondan los espectros de unos 200.000 muertos estimados.

La guadaña de la muerte se asomaba ya por los socavones de unos ojos convertidos ya en calavera de un cadáver abandonado en un cruce de la avenida Aviación desde hace ya demasiados días. Allí ese muerto irreconocible de los brazos abiertos llamaba en silencio a otros que se iban depositando sin mediar palabra en la misma esquina. «No tienen dinero ni medios para enterrarlos, así que los dejan ahí para que alguien lo haga por ellos», explicaba el mayor Nazir Majeed, cuya patrulla de Sri Lanka navega la oscuridad de las fogatas que resplandecen en las calles de Martissant, el segundo distrito más pobre de Puerto Príncipe. Entre las llamas arde la basura de los mercados que empapela las calles de frutas putrefactas y tal vez de algún que otro cadáver.

Detrás de la tenue vela de los quinqués de queroseno asoma la vida, a veces siniestra, que impregnaba así la capital del vudú antes de que la tierra sacudiera sus entrañas con furia. Las mujeres fríen pollo y bananos en una olla, los hombres se bañan en las aguas negras que corren por las calles a la luz de un coche ocasional, los gallos cantan a deshoras, trastornados, como todo en Haití.

Machetes largos

En las sombras se esconden también los 4.000 gánsters que han escapado de la prisión destruida. «Los tenemos localizados y los vigilamos muy de cerca, pero todavía no han hecho nada», dice el mayor Majeed, que se ocupa de la inteligencia en su sector. «No darán un paso sin que nos enteremos», promete.

Los cascos azules de Sri Lanka han creado una red de informantes a los que arman con un móvil y recompensan en efectivo por cada chivatazo. «Se están reorganizando, porque ahora están en la calle pero están hambrientos», recuerda. Algunas de estas calles ya tienen nuevo dueño y no aceptan viejos capos. Como ése que apareció apuñalado el otro día en Cite Solei, el peor gueto de la capital haitiana.

El submundo de la noche también tiene otros nuevos inquilinos, almas blancas que en condiciones normales no se aventurarían a la oscuridad, pero que estos días tienen más miedo de los temblores sísmicos que de los machetes largos.

No han perdido sus casas, pero los muros inclinados les asustan más que los alaridos ocasionales que ponen los vellos de punta. Se han acostado como de prestado en el asfalto, bien alineados para dejar un pasillo a las patrullas de los cascos azules que velan su sueño, protegidos por los cabecillas del barrio que se hinchan de poder en la crisis al convertirse en enlace de las organizaciones humanitarias que reparten víveres y medicinas. Como Alexis Figueroa, que acude raudo como gallo del corral cuando los flashes de una cámara despiertan a los durmientes, porque no le hace gracia que se inmortalice la miseria. «La situación de nosotros duele», dice el haitiano de origen dominicano. Acepta pronto que esas fotos atraerán más ayuda, mientras debajo de las sábanas se sacuden el sueño para ofrecerse como traductores, conductores, intérpretes, lo que sea. «Agua, comida, trabajo», suplican. «Algo que hacer para ayudar a mi familia», pide Antoine Vilvears.

«Camino de la salvación»

La lluvia les rocía y algunos deciden que es el segundo día sin réplicas, quizás es hora de vencer el miedo y dormir en casa, por si la noche entra en aguas. Otros, como Orilas Caryl, un profesor de inglés de secundaria, prefiere «la ducha» que perecer sepultado en su propia casa. «Si hubiera estado dentro no lo cuento», reconoce. Y si los cielos deciden descargar, «que Dios nos enseñe el camino de la salvación», se encomienda. Gracias a su fe, cuando la tierra brama de nuevo al amanecer sólo tiene que preocuparse de la amenaza de los árboles y los muros que se mecen, pero no le falta calle para correr.

Como no le falta mar a los miles o mejor dicho, decenas de miles de pobres diablos que se han tirado al agua con una maleta en barcas que llenan los cargueros de miserias humanas en busca de una tierra menos maldita. Dicen que van a Jeremie, otra provincia pobre, por cien dólares el pasaje, pero todo el mundo sospecha que intentan llegar a las costa de Jamaica o Florida. Llevan días hacinados en el puerto, donde ningún blanco sale intacto si le sorprende la noche, alojados en los contenedores que flotan en aguas pestilentes, pero a su alrededor no faltan platos de arroz y pollo frito.

Desde el lunes la gente de las montañas baja tímidamente a vender sus cosechas y hacer el agosto con tanto estómago encogido, desplegando por el suelo infecto donde comen los cochinos un abanico de dudosas verduras y ropa usada a buen precio. No son los americanos los que ponen orden en Haití, acaban de llegar. Es la vida y el instinto de supervivencia de un pueblo que lleva 200 años desafiando penurias. «Americanos somos nosotros», se rebela orgulloso Figueroa.

Y si el mundo quiere cobrarles su ayuda con un peaje de soberanía, se las enfrentarán con su alma de esclavos rebeldes. Como esa patrulla de la Policía Nacional que casi atropella ayer a un casco azul boliviano, decidido a impedirle el paso en un almacén donde se abastecía el camión de una ONG.