A comer. Los niños de Infantil del colegio de Algar de Palancia cantan al finalizar las clases mientras forman en fila frente a la puerta. :: IRENE MARSILLA Cristina peina a Carmen mientras Bernardo, con Jéssica sentada en sus piernas, las observa. :: IRENE MARSILLA
Sociedad

La cigüeña ya no vive en París

De la amenaza de cerrar el colegio a tener que ampliarlo. Mientras media España rural se vacía, Algar de Palancia multiplica sus nacimientos al calor de las subvenciones que da el alcalde

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El valle del Palancia siempre ha sido zona de paso. Encajonado entre las sierras de Espadán y de la Calderona, desfiladero natural por el que transitaban los antiguos pobladores de la Península, fueron ya pocos los íberos o romanos que se quedaron a vivir en esta zona fronteriza entre Valencia y Castellón. El fantasma de la despoblación se ha cernido a menudo sobre Algar. Tras la expulsión de los moriscos quedó incluso desierto. Y la primera impresión al apagar el motor del coche y poner un pie en sus calles es que vuelve a estarlo. A media mañana te recibe un arisco viento frío y remotos ladridos de perros. Una mano sobra para contar a los lugareños con los que te cruzas. Buscamos el colegio. Un candado en la verja de la entrada y un cartel herrumbroso en el que aún se lee 'Educación General Básica' hace que te asalte la duda. Un patio vacío y un timbre que no funciona aumentan el temor. ¿Está cerrado?

Podría estarlo. Hace una década casi lo estuvo.

La respuesta llega con una imagen y un sonido. A través de las ventanas se vislumbran dos cabecitas en una de las tres aulas. La cantinela de unas risas infantiles destierran todo mal presagio. La escuela de Algar de Palancia está más llena que nunca. Tanto que el año que viene tendrá un maestro más y un módulo prefabricado como ampliación del centro. Pocos de los 558 algareños se lo hubieran creído en 2000, cuando sobre la escuela planeaba una estampa de pupitres vacíos y pizarras polvorientas. En la década de los 90 sólo hubo 16 nacimientos en el pueblo. Hasta que la cigüeña decidió dejar París y mudarse a Algar. En los últimos 10 años, los alumbramientos se han triplicado. «50 chavales han llegado», destaca con orgullo Juan Arnal. Buena parte de 'culpa' la debe tener él. Los premios de natalidad que instauró el alcalde en 1999 han surtido efecto. 750 euros por bebé a los padres con un mínimo de dos años de empadronamiento en el pueblo. Y canastilla, cuna, carro, trona, tacatá...

Desde Peñas de San Pedro llegan miradas de sana envidia a Algar. El municipio de Albacete ha sido uno de los últimos en lanzar un SOS en España. Aunque dobla en habitantes al pueblo valenciano (1.291 vecinos, según el padrón del año pasado), su alcalde se ha sumado estos días a la cruzada contra el éxodo rural. «Los alcaldes somos 'quijotes' que luchamos contra la despoblación», sostiene Antonio Serrano. En una región en la que 8 de cada 10 empadronamientos se concentran en la capital, toda apuesta es poca para incentivar las mudanzas a un pueblo pequeño. De ahí el órdago de Serrano «para frenar el envejecimiento de la localidad»: hasta 3.000 euros por hijo (además de las ayudas estatales y autonómicas), préstamos de 7.000 euros por trabajador a las empresas que se instalen en el municipio y exenciones del IBI de entre 10 y 20 años para las familias que se hagan con una vivienda en Peñas de San Pedro.

Bernardo Llopis y Cristina Gabarri pueden presumir de ser padres de una décima parte de los niños nacidos en la última década en Algar. Jéssica y Carmen juguetean por la casa durante la visita de V a su hogar. Las tres hijas mayores están en el colegio. Cinco chicas como cinco soles. «Íbamos buscando el chico, pero nada...», explica Cristina. El colmo fue que hasta el gato les salió hembra. La minina, collar al cuello y pelaje anaranjado, curiosea al otro lado de la puerta acristalada que da un cercado anexo a su casa. «Le pusimos 'Garfield' cuando nació pensando que era macho. Ahora se llama 'Garfilina'...», recuerda Bernardo con una sonrisa. La alegría que dan los niños.

Aunque le sobran motivos para no reír. Lleva cinco meses en el paro. No llega a 700 euros el subsidio que le ha quedado. Poco para tantas bocas que alimentar. «Ni para coger naranjas hay ahora trabajo». Una rebaja de turnos en la empresa de siderurgia en la que estaba empleado dio al traste con un jornal de más de 2.000 euros. Los servicios sociales de Algar les han ayudado a salir adelante. Comida, pañales, medicinas... «El alcalde nos ha apoyado muchísimo. Sin todo eso no sé qué hubiera pasado», apostilla Cristina mientras le pasa a su marido el cigarro que se fuman a medias. Algunos vecinos como Inma también les han echado un cable con ropa para las pequeñas. Y en el horno de Fina o en el supermercado de Josefa «si necesito algo me lo dan y ya se lo pago cuando pueda». Ventajas de vivir en un lugar en el que aún se conserva la humana costumbre de saludarse todo el mundo por la calle.

En clase de los 'tigres'

Cuatro años lleva el matrimonio en Algar de Palancia. Vinieron buscando «que las chiquillas crecieran en un ambiente sano». Su familia ha aumentado al calor de los premios de natalidad que concede el alcalde. En este tiempo han comprobado cómo ha rejuvenecido el pueblo. «Ahora vuelve a tener vida». Bernardo lo dice con rostro serio. Se confiesa agobiado por el futuro. «Imagínate. No me ha faltado el trabajo desde los 18». Su preocupación se desvanece al mirar hacia el suelo y contemplar a Jéssica tratando de ponerle con dulzura una zapatilla a la pequeña de la casa.

Nadie mejor que Marisa Meliá puede atestiguar el cambio que ha dado el municipio. Ella es una de las cuatro maestras del colegio, una de las encargadas de educar a los niños de entre 3 y 6 años. Cuando empezó a trabajar hace siete años en Algar, su clase no superaba la media docena de alumnos. «Ahora tengo 20», casi tantos como había en todo el centro a su llegada. Y el año que viene, nueva aula para Primaria y otro profesor. El 'baby boom' aprieta.

Veinte pares de ojos se giran cuando se abre la puerta en la clase de Infantil. Los tres cursos en manos de Marisa y Pili Torres, las encargadas de domar a los 'tigres'. En cada una de las cuatro mesas redondas, el nombre de cada pequeño y el dibujo de un tigre rojo, azul, amarillo o verde. Hoy toca conocer el planeta. «Se nota que viven en un ambiente rural. Son más disciplinados que en las grandes ciudades», destaca Marisa. Pero qué sería un niño sin travesuras. Vicent, sentado en una silla aparte, manos en los bolsillos y sonrisa pícara, es la prueba de ello. «¡Está castigado. Estaba haciendo tonterías!», suelta, cantarina, Hafsa, de padres marroquíes.

Entender el éxito de la medida impulsada por el alcalde de Algar es imposible sin conocer al personaje en cuestión.

Juan Arnal derrocha vitalidad. A sus 68 años, seguirlo por los pasillos del Ayuntamiento cuesta si no es con grandes zancadas. No para. Ahora planea cambiar todas las farolas del pueblo. Le cuesta 82.000 euros y le han dado una subvención de sólo 30.000. «¡Pues las voy a poner!», exclama mientras acompaña su promesa con un golpe en la mesa de su despacho. Y aprovecha para presumir de la salud de las cuentas municipales.

Llegó a la alcaldía en 1999, ya con la promesa de incentivar la natalidad en Algar. Lo sigue haciendo. «Me piden y si puedo, doy. Y si en ese momento no puede ser, pues más adelante». En el Consistorio está ya listo el dinero y el lote infantil para Willem y Lorena-Beatriz, los padres de las dos últimas recién llegadas, dos gemelas nacidas el pasado 15 de diciembre. «El hombre está en el paro y se ha pasado ya para ver si le podía adelantar el premio...».

El alcalde baja casi a la carrera las escaleras del Ayuntamiento para mostrar su última joya: una plaza «con una fuente de 17 chorros» que inaugurará pronto y que va a ser «la envidia de muchos pueblos». Observa cada detalle de la obra como si fuera una reforma en su propia casa. «Esa parte me la paga Zapatero, esa Camps...». Y vuela hacia su zona más preciada: el área de juegos infantiles, donde se sube a un columpio mientras ríe a carcajadas como un niño grande.