Es noticia:
ABCABC de SevillaLa Voz de CádizCádiz
Soldados controlan el paso de haitianos para evitar una avalancha en busca de ayuda humanitaria en Puerto Príncipe. :: REUTERS
MUNDO

Los haitianos fían su suerte a los marines

Los americanos se despliegan con espectacularidad pero todavía con escasos resultados

MERCEDES GALLEGO ENVIADA ESPECIAL
PUERTO PRÍNCIPE.Actualizado:

Llegaron con sus helicópteros negros y aterrizaron sobre la montaña de escombros blancos que fuese el palacio presidencial, en un espectacular despliegue tipo Hollywood. ¿Los marines? No, era la 82 División de Paracaidistas, que lleva desde el jueves instalada en los hangares del aeropuerto de Puerto Príncipe. Tanto mito se había creado ya en torno a los míticos guerreros estadounidenses que muchos medios llevaban días narrando cómo ponían orden en las calles.

«Están llegando en este momento, yo mismo todavía no sé cómo contactarlos», dijo el oficial Walter Matthews. Los 2.200 marines en los que el mundo ha puesto la esperanza de estabilizar Haití habían llegado en portaaviones y estaban siendo transportados en ese momento por helicóptero a Léogâne, una localidad muy afectada por el terremoto de la semana pasada pero olvidada del mundo por encontrarse a las afueras de la capital. Allí les esperaban los cascos azules de Sri Lanka para hacer el enlace. «La ONU y EE UU son el paraguas de esta gigantesca operación verdaderamente internacional en la que participan países de todo el mundo», contaba el oficial del Ejército estadounidense Dustin Doyle.

Mientras contaba orgulloso el «impresionante trabajo de coordinación» que está haciendo su país al aterrizar más de cien aviones diarios en una sola pista, «cuando algunos aeropuertos internacionales de nuestro país sólo reciben sesenta»; dos monjitas colombianas de las Hijas de la Caridad vagaban etéreamente entre los palés de carga regados por la pista. Buscaban con sus rezos doscientas libras de medicina que les habían enviado la víspera sus hermanas de Miami.

«Todo el mundo habla raro»

«¡Pero es que aquí todo el mundo habla raro!», se quejaba sin perder la sonrisa sor Gladis Orejuela, incapaz de entenderse con los soldados para encontrar la preciada carga. No era cuestión de idioma. Incluso con la traducción de esta corresponsal, a lo más que llegaron los estadounidenses después de muchas gestiones fue a verificar que el vuelo en cuestión había llegado la noche antes a la hora prevista, pero ni idea de cómo encontrar la carga. Era como buscar una aguja en un pajar. Sor Gladis no se desesperaba, sino que seguía pacientemente su búsqueda hangar por hangar, palé por palé, con una risa fresca impensable para quien vive desde hace una semana entre los moribundos del Hospital Universitario de la Paz. «Nuestro colegio se derrumbó, no tenemos nada que hacer allí. Ahora es el momento de que todos agrupemos esfuerzos para poder ayudar a la gente».

No se sabe si Dios la estaba escuchando, porque para cuando abandonamos el aeropuerto sus medicinas no habían aparecido, pero su risa la guió hasta un desesperado que hablaba «en cristiano» y que casualmente tenía una tía en su misma orden.

Si sor Gladis vagaba perdida entre el caos internacional, el doctor Alberto Sosa se topaba frustrado con la burocracia del mundo. «Estoy parado porque no puedo operar, no tengo con qué. Tenemos cincuenta o sesenta niños esperando, si no lo hacemos hoy muchos se morirán. Ayer perdimos a cuatro». El cirujano ortopédico había acudido al aeropuerto en busca de antibióticos, tornillos, placas, perforadores y esterilizadores con los que devolver la vida al quirófano en el que hacían cola los que se resignaban a la cangrena, después de ocho días con heridas abiertas desde hacía ocho días.

«Nada, no hay manera, esto es un desastre», recitaba en su peregrinar de oficial en oficial. «El problema es que ha llegado mucha ayuda internacional, pero han hecho sus campamentos en vez de repartirla por los hospitales locales, que es donde va la gente. Para reanimación tenemos que mandar a los operados a tostarse en el aparcamiento. Tenemos allí a más de doscientos enfermos sin agua ni comida. Voy a tener que ir yo mismo a Miami a comprarlo». Nos deja su email -sosamd@msn.com- y el teléfono de Bernard Nau (+509-35 581449) por si tropezamos con un alma caritativa en Haití o en la madre patria que le haga llegar tornillos para seguir arreglando piernas y brazos.

Medicinas olvidadas

Las hay, pero no está tan claro que sus buenas obras lleguen a buen término ni con las oraciones de las Hermanas de la Caridad. Las medicinas que la Fundación Reina Sofía envió en el avión de la vicepresidenta el domingo se quedaron olvidadas en un cobertizo. Al anochecer, cuando todos los políticos se habían ido, uno de los policías españoles que no dejaba de preguntar a dónde había que llevar esos medicamentos decidió tomarse la justicia por su mano. Se las llevó a casa y después de un par de llamadas las entregó en Médicos Sin Fronteras.

Los propios haitianos no tienen tanta fe en la eficacia estadounidense sino en su mano dura. «Son más estrictos con los bandidos, no tienen miedo a usar sus fusiles como la Minustah -fuerzas de la misión de la ONU en Haití- y logran que los bandidos se queden en sus guaridas. Al menos en el 94 lo hicieron», dice Alessandra Maxon. Por las noches su marido y los vecinos toman el relevo de los equipos de rescate en los escombros del supermercado Caribean, mientras ella se va a dormir con los niños a casa de un familiar en el que se reúnen más de treinta personas «para hacernos fuertes si vienen los bandidos». La población ha tomado las riendas de su propia suerte después de que el terremoto pusiera en libertad a más de 5.000 presos al tirar los muros de la cárcel y les abriera la puerta de sus casas.

Diana Bauza, una cooperante canaria que trabaja en una escuela, ha optado por entregarse a la solidaridad se los vecinos a los que vino a ayudar. «Nos sentimos más identificados con los haitianos que con la gente que los reprende. No saben lo que es ver tu casa destruida y encima que vengan de fuera a darte órdenes. Me da mucho menos miedo un haitiano que venga a robarme por un ataque de furia, de rabia o de frustración que este desembarco de soldados que llegan desorientados y con miedo porque se creen que vienen aquí a reprender a salvajes. No vamos a asustar a la gente que nos hemos ganado metiendo la comida con rifles. Ya buscaremos otra solución».