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No hay mejor excusa para actuar o dejar de hacerlo que el resultado de una encuesta

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Las encuestas sobre opiniones políticas rara vez sorprenden. Se supone, de hecho, que su principal valor es que anticipan tendencias, aquello que se intuye diseccionando la realidad. Una encuesta jamás garantiza la certeza, sólo puede aventurarla. Y cuanto más alejada está de las citas electorales -el momento estelar de los indecisos, los desencantados, los que dudan, los que dicen creer en la democracia pero no tanto en los partidos-, más posibilidades hay de que sus vaticinios no lleguen a consumarse en las urnas; bien porque no eran fiables, bien porque las circunstancias, las iniciativas partidarias o ambas permiten revertir el panorama. Lo lógico es pensar que para cuando se hace público un sondeo, quienes se dedican a la vida política ya habrán sido capaces de barruntar al menos sus grandes números y, con ello, su alcance real, resulten positivos o negativos para sus intereses. Pero cuando el debate público está adormecido, estancado o agotado, las encuestas adquieren un sentido añadido: pueden servir para rellenar el vacío; para movilizar a los propios frente a la apatía o la inercia; para justificar, en definitiva, cualquier decisión que pueda adoptarse. Porque no hay mejor excusa para actuar o dejar de hacerlo que el resultado de una encuesta.

El arranque del nuevo curso ha coincidido con la publicación de varios sondeos de distinto signo que certifican el desgaste en el poder de José Luis Rodríguez Zapatero, la falta de entusiasmo que han suscitado los primeros meses de gobierno en Euskadi de Patxi López y la posibilidad de la alternancia en Andalucía y Cataluña. Afectan a los socialistas, pero lo mismo podrían afectar al PP y parecida podría ser su reacción. Mientras los primeros han exteriorizado su nerviosismo ante unas perspectivas adversas, con el riesgo de incurrir en una hiperactividad -en conductas o en declaraciones- que termine por agravar sus dificultades, los segundos coquetean con la autocomplacencia que lleva a creer que el camino emprendido, al completo, es el correcto. Es posible que se esté más cerca de ganar las elecciones si se va ganando en las encuestas, pero también se puede perder definitivamente el poder o no llegar a alcanzarlo nunca por no saber interpretarlas. Por no tener la pericia, la inteligencia o la valentía de confrontar las asépticas orientaciones demoscópicas con el propio proyecto político y el runrún de la calle.

Los sondeos más recientes, que han salpicado al liderazgo de Zapatero y su futuro de cara a las generales de 2012, han ofrecido al menos una información novedosa más allá de la evidente pérdida de brillo del presidente: que ya no es el mismo dirigente al que los suyos aclamaban, prietas las filas como nunca. Sólo así se entiende el revuelo agitado en torno a una cuestión -la sucesión del presidente- hoy todavía superflua, cuando la crisis sigue acuciando a buena parte de la ciudadanía y resta aún más de la mitad de una legislatura que, a este paso, va a hacerse eterna.