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Un comercio con pintadas de 'judío' aparecidas a raíz del boicot decretado por grupos nazis. :: ARCHIVO
Sociedad

La vergüenza del silencio

Un estudio sobre la Alemania nazi saca desvela la pasividad de la mayoría ante el acoso a los judíosPublicado en español el trabajo monumental de Saul Friedländer, que ganó el Pulitzer

CÉSAR COCA
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Un grupo de relevantes personalidades judías estaba reunido en el café Leon de Berlín el 30 de enero de 1933 cuando recibieron la noticia de que Hitler era el nuevo canciller. Entonces un rabino dijo que llegaba un tiempo sombrío. La mayoría de los asistentes lo tacharon de alarmista y mostraron su confianza en que la sociedad alemana colocaría a los nazis en su sitio y la vida del país transcurriría por los cauces habituales. Fue un grave error de apreciación, porque como comprobaría en breve el poco más de medio millón de judíos que vivían en el país sus conciudadanos iban a callarse ante las atrocidades a las que el nuevo régimen los sometería. 'El tercer Reich y los judíos', la obra monumental de Saul Friedländer que ganó el Pulitzer y que ahora aparece en español (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, en dos volúmenes), desvela mediante documentos y testimonios inéditos el silencio cómplice que intelectuales, universitarios, profesionales y grandes capas de la población adoptaron ante la mayor campaña de exterminio de la Historia.

Los judíos mostraron una confianza suicida, de tal manera que incluso a comienzos de 1934 todavía algunos grupos advertían contra «una emigración apresurada» y sostenían que era posible vivir con dignidad en Alemania. Para entonces, se habían promulgado medidas que los expulsaban de la Administración, les impedían ejercer el Derecho, se limitaba su acceso al sistema educativo e incluso se boicoteaban sus negocios. La paranoia antisemita llegó al extremo de que se prohibió emplear nombres de origen hebreo para deletrear palabras en las comunicaciones telefónicas, de forma que, por ejemplo, no se podía decía H de Hanna ni S de Saul. Todo ello, mientras se multiplicaban las palizas y los crímenes que fueron en aumento, sobre todo a partir de 1936, cuando Hitler logró estabilizar la situación económica y comprobó que las grandes potencias no hacían nada por frenar la persecución, y más aún cuando comenzó la guerra. Entonces, miles de alemanes «normales, que actuaban y vivían en una sociedad moderna» tomaron parte del acoso y el exterminio, como demuestra Friedländer.

Su estudio se detiene en grupos sociales significativos. Uno de ellos es la Universidad, donde los nazis tenían poco apoyo. Sin embargo, en su interior había un arraigado sentimiento antisemita, de manera que las medidas contra ese colectivo estuvieron entre las que menos quejas suscitaron. A partir de abril de 1933, muchas facultades comenzaron a despedir a los docentes judíos, ante la aprobación a veces notoria de sus colegas.

Boicot y denuncias

Los alumnos fueron menos sutiles. Los nazis habían copado la asociación de estudiantes alemanes en 1931, y en la primavera de 1933 se entretenían en organizar piquetes ante las aulas donde profesores judíos impartían clase. En un plazo muy breve, las universidades quedaron 'limpias' porque por ley se limitaron al 1,5% las plazas disponibles para estudiantes judíos.

Tampoco las iglesias, ni la protestante ni la católica, estuvieron a la altura. En las jerarquías de ambas había un larvado antisemitismo. Cuando comenzó la persecución y con la excepción casi heroica de algunos clérigos y obispos, sus organizaciones no pasaron de tibias defensas de los derechos fundamentales, sin realizar ninguna crítica a los nazis.

Ciudadanos de a pie participaron con entusiasmo en el ataque. Conmo se permitió el divorcio a quienes estaban casados con un judío o una judía y se perseguían las relaciones sexuales de éstos con los arios, se fomentó la delación. Friedländer cuenta que hubo miles de denuncias y 6 de cada 10 corrieron a cargo de personas que no militaban en el partido nacional-socialista.

Fue la locura colectiva. Un médico incluso propuso censurar la Biblia para suprimir la frase «la salvación procede de los judíos». Sólo había alguien que parecía tener la cabeza fría: Hitler. Por eso, en un ejercicio de pragmatismo, retrasó hasta 1938 la prohibición de que los judíos ejercieran la medicina. Era el tiempo preciso para formar nuevos profesionales sanitarios de pura raza aria.

Cuando terminó la guerra, muchos alemanes, incluidos no pocos obispos, aseguraron desconocer lo que pasó con sus conciudadanos obligados a llevar una estrella amarilla. Friedländer no tiene duda alguna de que todos mentían para ocultar la vergüenza de su silencio.