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Sociedad

El continente infeliz

Las ilusiones de la descolonización han desembocado en una realidad miserable. A retos históricos como la pobreza, África suma ahora el auge del fundamentalismo islámico

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Las crónicas aseguran que cuando la princesa Alexandra de Kent, en nombre de la reina Isabel de Inglaterra, llevó a cabo el acto formal de traspaso de poder al primer ministro de Nigeria, estalló el alborozo entre el medio millón de habitantes de Lagos, la capital del país recién constituido. También cuentan que la ceremonia se repitió a lo largo de 1960, año clave de la descolonización, en otros dieciséis nuevos Estados diseminados por todo el continente negro.

Medio siglo después, aquella potencia en ciernes ha sufrido una guerra civil, varias dictaduras y una explosión demográfica que casi ha triplicado su población; en suma, sucesos comunes en la historia reciente de África. La modesta ciudad que acogió los festejos de la proclamación de la independencia es hoy una metrópoli de más de ocho millones de habitantes que crece al elevado ritmo de 250.000 nuevos vecinos cada año. Y en su conjunto, el continente ha pasado de 450 millones de habitantes a los 1.200 actuales.

La fecundidad siempre ha sido elevada al sur del Sahara y aún se mantiene con índices superiores al 3% (en España es del 1,41). «Los hijos son un seguro de vida y vejez en las tierras más pobres, allí donde no hay Seguridad Social», explica José Julio Martín, presidente de Fundación Sur, entidad española dedicada a la investigación en esta área geográfica. No es extraño que, sobre todo en las zonas rurales, las familias lleguen a engendrar diez vástagos, aunque tan sólo tres o cuatro alcanzan la edad adulta y se convierten en el preciado apoyo para las tierras propias y comunales.

El 80% de los campesinos nativos del continente son pequeños propietarios. «Más brazos son más posibilidades. La reproducción es una estrategia habitual de supervivencia en un clima de penuria económica», advierte Alfred Bosch, profesor de Historia de África en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. En su opinión, la introducción de la medicina preventiva -con medidas tan decisivas como la vacunación contra la fiebre amarilla o la poliomielitis- y la implantación de medidas higiénicas han facilitado que más jóvenes accedieran a la madurez sorteando las enfermedades infecciosas y demás males endémicos que se ensañaban con la infancia. Pero el inmenso territorio evidencia disparidades. Mientras que en las plácidas islas Seychelles la esperanza de vida oscila entre los 67 y 77 años, la media en Nigeria tan sólo alcanza los 45.

La caída de los índices de mortalidad, más acusada a partir de la década de los setenta, cambió el medio campesino, paupérrimo y cada vez más poblado. La abundante mano de obra se convirtió en más bocas que alimentar en un medio que se debatía entre una agricultura de supervivencia y otra dedicada a la especulación comercial. Desde entonces, la presión sobre el suelo de ambas ha esquilmado los ecosistemas naturales, ha contribuido al empobrecimiento de la población y ha generado pugnas, cada vez más violentas, entre labradores y ganaderos, sedentarios y nómadas, todos ávidos de pastos y agua.

«El campo, en general, no da dinero», indica Martín. Y aún genera menos ingresos para los productores africanos, incapaces de competir con las mercancías subsidiadas de Europa y Norteamérica. Pero la lógica es aún más perversa. En los años ochenta, África, asfixiada por la deuda externa, hubo de liberalizar su economía para recibir el apoyo del Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional. Las empresas del Norte no sólo invadieron libremente sus mercados, sino que impusieron sus estrategias de explotación. En Kenia se privilegió el cultivo de flores para la exportación a costa de los cultivos de autosuficiencia, lo que implica que del voluble precio de la rosa en Amsterdam dependen más de 100.000 empleos directos en el valle del Rift.

Aunque sus efectos son objeto de controversia, parece que el cambio climático también ha incidido en la extensión de los arenales al sur del Sahara, especialmente en Níger, Mali y Burkina Faso. En los últimos tiempos, la soberanía alimentaria se ha complicado aún más con la llegada de los agrocarburantes, que demandan grandes superficies de cultivo, o el inquietante fenómeno de la compra de tierras por potencias extranjeras para asegurar el consumo de sus respectivas poblaciones.

Los extenuados tripulantes de las pateras no representan a la mayoría de los nuevos parias, aunque concitan el interés mediático. Es cierto que existen concurridas rutas para el tráfico humano que parten del corazón de África y desembocan en las costas de Senegal, Mauritania o Marruecos, siempre con la esperanza de arribar a la opulenta Europa, pero el año pasado tan sólo 7.400 esforzados navegantes llegaron a la costa española, tras abonar cantidades que oscilan entre trescientos y mil euros por cabeza. El 90% de los desplazamientos son más modestos y tienen lugar en el respectivo ámbito nacional, entre la periferia y las grandes ciudades.

A principios de la década de los sesenta, Johannesburgo era la única urbe al sur del Sahara que superaba el millón de habitantes, mientras que hoy se suceden 33 en un ranking cada vez más disputado. Las áreas metropolitanas de Lagos, Kinshasha, Jartum o Abiyán parecen sujetas al crecimiento vegetativo más desbocado, la congestión circulatoria y una polución desaforada. Carentes de grandes industrias, sus habitantes confían en mejorar su situación gracias al sector terciario, generalmente recurriendo a los servicios y el comercio informal, o la inclusión en la administración, a menudo vinculada al clientelismo.

Las ciudades de los bidones

La falta de planificación previa ha sumado nuevos problemas más allá del concurrido centro urbano. «Surgen inmensas aglomeraciones carentes de todo», lamenta Martín. Los nuevos moradores construyen ellos mismos sus precarias viviendas de adobe, tablazón y uralita, y los barrios, grandes poblados horizontales conocidas como 'bidonville', nacen desprovistos de agua corriente, recogida de basuras, instalaciones sanitarias y cualquier otra prestación básica.

Kibera, el gigantesco suburbio de Nairobi, ejemplifica esta situación de miseria extrema. Hace tan sólo un siglo, sobre sus 250 hectáreas sólo subsistían las familias de 600 soldados nubios bajo el mandato de Su Graciosa Majestad, mientras que hoy lo ocupa un millón de individuos llegados de todos los rincones de Kenia al dudoso reclamo de las ventajas de la gran ciudad. El gobierno ha desatendido tradicionalmente el lugar, hoy dividido en 'jimbos' o áreas controladas por las diversas bandas armadas que se disputan su dominio y que, incluso, demandan el pago a los forasteros para permitirles el paso y garantizar su seguridad en las abarrotadas callejuelas.

El último varapalo para la esperanza proviene del sida, una enfermedad que ha robado la hegemonía a otras de elevada prevalencia como la malaria o la tuberculosis. El 67% de los más de 33 millones de afectados por la pandemia son africanos y el 72% de los fallecimientos en el continente está relacionado con la enfermedad. Según Unicef, poco más del 1% de las embarazadas infectadas tiene acceso a retrovirales y la elevada mortandad ya ha causado más de trece millones de huérfanos.

El 'boom' de los orfanatos es nuevo en una tierra donde los niños sin padres han sido tradicionalmente acogidos por el clan. «El auge urbano también ha provocado cambios sociales», señala Martín. El alejamiento del lugar de origen y la nueva forma de habitación da lugar a la disgregación de los lazos del parentesco y el predominio de la familia nuclear, más débil ante cualquier contratiempo.

Aunque el drama bulle silenciosamente en la trastienda de los países, las ciudades también se han convertido en el ámbito más propicio para escenificar los conflictos, caso de los disturbios xenófobos en Johannesburgo, las matanzas hutus en Kigali o las masacres de Monrovia durante la guerra civil liberiana. A menudo, la falta de cohesión interna de estos jóvenes Estados y la falta de conciencia ciudadana se traducen en incidentes intertribales y rebeliones secesionistas, aplacados con acuerdos que tan sólo suponen nuevos repartos de poder para las élites.

Las contiendas, de baja intensidad a gusto de los observadores occidentales, son el trasunto de pugnas por la explotación impune de sus cuantiosos recursos naturales tal y como ha ocurrido en la región de los Grandes Lagos. Entre 1998 y 2003 y bajo el apocalíptico título de Guerra Mundial Africana, un conflicto complejo y brutal implicó a diez países y acabó, presuntamente, con la vida de 3,8 millones de individuos, víctimas de la violencia y el hambre. El mayor hecho bélico desde la caída del III Reich tuvo lugar sin demasiado ruido mediático, aunque, curiosamente, una de las preciadas materias primas era la columbita-tantalita, más conocida como coltán, precisa en la fabricación de móviles, videoconsolas y cámaras fotográficas. No resulta exagerado deducir que nuestro venidero consumo de ocio se ventiló sin demasiadas alharacas a costa de un masivo sacrificio humano.

Piratas y terroristas

Las fronteras políticas de África surgieron en función de los intereses mercantiles de las primeras compañías exploradoras y los posteriores acuerdos de las potencias europeas. En la conferencia internacional de Berlín de 1884 se firmaron tratados que parcelaron el continente sin atender a razones indígenas, más allá de la pervivencia de la cuasi mítica Etiopía.

Nigeria es el paradigma de esta arbitrariedad. El país aglutina nada menos que 250 grupos étnicos sobre una superficie que casi dobla la española, pero con una población de 150 millones de habitantes. Cincuenta años después de que la joven princesa Alexandra lo dejara oficialmente a su merced, el gran Estado del Golfo de Guinea ha ocupado portadas por cuestiones tan inquietantes como la actividad pirata en el delta del Níger o la creciente influencia del extremismo musulmán. En los últimos meses, hemos sabido de su existencia por la aparición de sectas fundamentalistas que reniegan de la educación occidental y la aparición de jóvenes exaltados como Omar Farouk Abdulmutallab, que pretenden pulverizar aviones en vuelo con bombas escondidas en su ropa interior.

El radicalismo islámico, ajeno a la tradición moderada del África subsahariana y la convivencia entre los diversos credos, ha sido fomentado por la expansión de la corriente wahabista, proveniente de Arabia Saudí y difundida por madrasas y mezquitas financiadas desde Riad. Es la tesis que sostiene Stephen Schwartz, experto norteamericano en política exterior y musulmán converso. No obstante, más allá de teorías conspiratorias, la creciente influencia del Islam más agresivo en Mauritania, Níger o Mali y la progresiva penetración de las sectas evangélicas en el centro y sur parecen asociarse con la ineficacia de las administraciones públicas locales para dotar de educación, trabajo y protección a los suyos. «Cuando no hay nada que perder, se apuesta por la esperanza que alientan las posiciones más extremas», aduce Martín.

La deshonestidad de las autoridades tampoco es ajena a ese descrédito. El director de la Fundación Sur puntualiza esa impresión de nepotismo, crimen y saqueo tan difundida por las excelsas figuras del congoleño Mobutu, el gabonés Omar Bongo o el ugandés Idi Amín Dadá. No hay que olvidar que los programas de buena gobernanza han sido asumidos, siquiera con relativo éxito, por gobiernos como Cabo Verde, Tanzania o Ghana, países pujantes. Además, es preciso repartir culpas. «La Unión Europa exige respeto a los derechos humanos y democratización, pero mantiene sus ayudas oficiales a dictadores sabiendo que las desvían hacia sus cuentas corrientes e inversiones privadas en Occidente -denuncia-. No nos engañemos. Los grandes corruptores de África somos nosotros».