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Una joven haitiana se cubre la nariz para mitigar el hedor de los cadáveres diseminados entre escombros de un edificio arrasado por el seísmo en Puerto Príncipe. :: AFP
MUNDO

Estampida en Puerto Príncipe

«Recoged a los muertos de una vez», grita a la ONU un afectado harto de las pilas de cadáveres que ocupan las aceras Los haitianos escapan de la capital por temor a que la desesperación se torne en violencia

MERCEDES GALLEGO ENVIADA ESPECIAL
PUERTO PRÍNCIPE.Actualizado:

Ya no deambulan como zombis por las calles con la mirada perdida. Marchan con paso decidido y la vida en un hatillo con lo poco que les queda. Nadie sabe muy bien a dónde va toda esa gente que camina apresurada con una televisión en la cabeza o una maleta en la moto, pero todos se van. Los mueve el miedo a paso firme. Hay que salir de la ciudad. Temen un inminente estallido de la violencia. La historia de Haití lo presagia, y la tensión de la noche también.

Las bandas que desvalijan las tiendas de la calle Deluras llevan consigo un ejército de macheteros que los protegen de la improbable aparición de la Policía haitiana, que brilla por su ausencia. En las calles no hay ejército local, cuerpos de rescate haitianos ni patrullas de policía. Sólo los cascos azules de la ONU se abren paso común entre las calles bloqueadas de escombros para escoltar a su personal frente al peligro de las revueltas. Al caer la noche se masca la tensión como el polvo. Las bandas que se reponen de la sorpresa están obligando a punta de pistola a los que duermen en la calle a que entren por ellos en las casas medio derruidas para completar el expolio. Lo poco que queda en pie se puede derrumbar en cualquier momento con las réplicas sísmicas que se siguen produciendo. Los que ya vivían cabreados con la vida cruzan ahora su amargura con los que se curten en la desesperanza.

«Ahora es cuando esto se pone peligroso», reflexiona Alejandro López Chicheri, portavoz del Programa Mundial de Alimentos de la ONU. «Han pasado las primeras 72 horas, que son clave. Se les empieza a acabar la poca comida que han sacado de las casas, están irritados, les puede la desesperación».

Contra todo anticipo, no hay silencio sepulcral en las calles abarrotadas de una ciudad aplanada el martes pasado por la furia de un devastador terremoto. Los cientos de miles de personas que vivían en las laderas, apiñadas de chabolas y casas precarias, se han instalado en las aceras de las calles principales y apoderado de cualquier trozo de suelo donde puedan desplegar una manta. Tres palos y un plástico es ya un lujo camino del aeropuerto, donde han crecido de la noche a la mañana auténticos campos de refugiados en cualquier parking o lote abandonado.

No hay lágrimas, nadie le hace ya caso a los muertos, sólo molestan. Ocupan sitio en las aceras, su hedor inmundo revuelve los estómagos vacíos, las moscas se amontonan en torno a ellos. Por eso nadie pestañea cuando un camión de basura pasa por la ciudad triturando cadáveres como si fueran desechos comunes. Entre esos y las grúas mecánicas han enterrado ya unos 9.000 en fosas comunes, y ni siquiera se nota. «¡Recoged a los muertos de una vez!», grita airado un haitiano al paso de un camión de la ONU, mientras señala un montículo en la acera del que emergen pares de pies retorcidos.

Expectación en los rescates

Algunos cuerpos han sido amortajados con sábanas y cuerdas antes de dejarlos sobre las aceras. Los bultos deformes sugieren que han salido a trozos de los escombros. Los rescates son lo único que captura la atención de quienes se han quedado sentados en las aceras espantándose las moscas de los muertos. Cuando se ve un tumulto frente a una montaña de escombros, con gente encaramada a las rejas de muros ya inexistentes, se sabe que están sacando alguien. ¿Vivo o muerto?, esperan saber los rostros impertérritos que se tapan la boca con pañuelos para aguantar el olor nauseabundo que impregna ya todo.

Al bullicio de los claxon y los motores de los coches irritados por los atascos permanentes en esas calles colapsadas de ruinas se han sumado las discusiones airadas en creol, envenenadas de gritos indescifrables para esta enviada especial que los escucha con la piel de gallina.

De lo que no hay duda es de lo que dicen los que gritan al ver pasar a un blanco en coche. «¡Hambre, patrón!», se amontonan. Por si las dudas algunos se acarician el estómago y se llevan las manos a la boca con el gesto de comer. Los niños clavan miradas brillantes y desvalidas en los forasteros a la espera de un bocado, pero esta enviada lamenta no tener nada que ofrecerles, más que el rugido de su propio estómago. Ni sería seguro. Darles algo despertaría inmediatamente una peligrosa avalancha de desesperados.

El personal del Programa de Mundial de Alimentos de la ONU al que acompañó el jueves este periódico durante su primera entrega de comida lo sabe muy bien. «Una distribución exitosa es una distribución sin heridos», explicó su portavoz antes de partir. En Haití siempre son caóticas pero en ésta, por ser la primera después de semejante catástrofe, anticipaba tal avalancha que pidió refuerzos especiales a cascos azules argentinos especializados en operaciones difíciles. A esta reportera le advirtió de que viajaba bajo su propio riesgo a bordo del camión que se hizo la ruta del horror, ladera arriba serpenteando por la devastada calle Demas en la que se abrió la falla a todo lo largo. «Si pasa lo peor, no dependas de nadie más que de tus pies para salir corriendo», avisó.

No hubo necesidad. Después de horas atravesando el dolor que han dejado los barrios desplomados, el reparto de 4.000 galletas fortificadas 'Made in Italy' y tabletas para potabilizar el agua culminó en el aparcamiento del Hotel Villa Creole, donde un médico canadiense ha improvisado un hospital de campaña. Allí los malogrados heridos no tenían fuerzas ni para moverse por comida. Militares nepalíes y miembros de la agencia de migración de la ONU montaron una cadena para repartir estas galletas altamente energéticas, fortificadas con minerales, vitaminas y micronutrientes que deben mantener con vida a cualquiera con dos paquetes al día. Sobrevivir es todo lo más a lo que se puede aspirar hoy en Puerto Príncipe. No todos los que yacían tendidos a las puertas de ese hotel en cuya piscina duermen periodistas internacionales estaban seguros de ver un nuevo día.

Galería del horror

Un hombre lánguido y escuálido levanta el plástico de su carpa para mostrar la galería del horror que queda de su familia. La mujer de los ojos hinchados y los labios cosidos que yace sin fuerzas en el suelo es su esposa. El anciano inmóvil que ni se espanta las moscas es su suegro. La mujer de la pierna retorcida con los huesos al descubierto, su hermana. Sus hijos murieron al derrumbarse la casa. Edades: 8, 5, 3 y seis meses. Por eso ni se inmuta mientras una enfermera opera allí mismo sobre el suelo y sin anestesia general a una niña como la que él acaba de perder. La cose ante la mirada atenta de su familia apiñada a su alrededor, y la pequeña boca abajo ni se mueve a pesar de que está despierta.

Así es como la primera distribución culmina con tanta calma que pone los vellos de punta. Por contra, la que se habría de producir poco después en el barrio de Primature, cerca de la casa del primer ministro, ni se llevó a cabo. Los 3.000 hambrientos concentrados la víspera en ese descampado se han doblado en número. No hay suficientes barritas para todos, los cascos azules no se atreven a garantizar la seguridad ante una avalancha segura que puede dejar más muertos en vez de salvar vidas. Habrá que volver con más antes de que esa bomba de relojería siga creciendo. Desactivarla es ahora la gran batalla a contrarreloj de las organizaciones humanitarias, que temen que Haití vomite su resentimiento antes de que el mundo se organice para ayudarlo.