La tamborilera
Un ejemplo de esfuerzo en medio de la Cabalgata de los Reyes Magos
Actualizado: GuardarEscribo esta columna a modo de dedicatoria, manifestando con ella mi absoluta entrega y veneración hacia una chica desconocida que, en la reciente Cabalgata de los Reyes Magos, participaba tocando el tambor en una de las bandas de música que acompañaban al cortejo real. Ignoro su nombre, filiación, procedencia, domicilio, edad o cualquier otro dato que me permita identificarla.
Es una chica joven de la que ni siquiera conozco si es autónoma -seguramente lo sea- o si tocaba el tambor por cuenta ajena. Tan sólo sé de ella que su banda era una de las que se integraban en el cortejo del rey Baltasar y que, cuando la cabalgata transitaba de regreso a la altura del Teatro Villamarta, ella tocaba el tambor con todas sus fuerzas, casi como si en ello le fuera la vida.
Y ¿qué tiene eso de especial? preguntarán ustedes. Pues bien, la gran proeza consistía en que esta chica llevaba el dedo anular de su mano derecha -justo el de la mano con la que sujetaba el palo para golpear el tambor-, inmovilizado con una férula de aluminio, posiblemente ante el padecimiento de algún tipo de lesión traumática. Para más inri, esta chica portaba -perdonen si soy inexacto, pero carezco de formación en instrumentos musicales- lo que todos conocemos en una banda como el bombo. Es decir, ese instrumento de percusión de gran tamaño, que se golpea con un solo palo y que normalmente ocupa la última fila de la banda, lo que tal vez contribuyó a llamar más mi atención. Si la chica hubiera ido tocando la trompeta u otro instrumento cualquiera, todavía habría tenido un pase, pero la chica cargaba con su bombo, con su dedo inmovilizado y, a pesar de todo, jamás dejó de golpear el instrumento. Jamás se despistó un segundo o perdió el tono de la melodía que, en cada momento, interpretaba la banda. Espero que aquella noche el Rey Baltasar la colmara de regalos por tamaña proeza.
Y me rindo ante esta chica pues, posiblemente, cualquiera de mis congéneres que aquella noche tuviera un dedo inmovilizado, en modo alguno habría osado participar en la Cabalgata de los Reyes Magos. Menos aún tocando el tambor. Conociendo como conozco a gran parte del vecindario masculino, ante tamaño problema, un «jerezano de pro» habría solicitado la oportuna baja laboral al médico de cabecera, que habría ido alargando en el tiempo, incluso a base de achaques imaginarios, para completarla unos meses más argumentando ante el médico la profunda depresión que el mal padecido le ha provocado, que curiosamente también le infringe crisis ocasionales de ansiedad.
Pero mí desconocida tamborilera, no. Ella, impertérrita ante el desaliento, inasequible al dolor, golpeaba una y otra vez el bombo, a pesar de que esporádicamente se le escapaba un gesto de dolor del que, con toda probabilidad, el culpable era ese dedo inmovilizado que, a pesar de los pesares, no le había imposibilitado estar cumpliendo con su obligación.
Y me entrego a esta chica en una ciudad, como la nuestra, que a veces no hay por dónde coger. Entre sus casi 30.000 parados, evidentemente, hay muchas situaciones críticas. Lo triste es que existen muchísimas otras situaciones en las que la caradura, las pocas ganas de doblarla o lo cómodo que resulta cobrar el subsidio, hacen que ni nos planteemos buscar trabajo.
Así que aquí me tienen, en este domingo en que las fiestas navideñas ya se han perdido en la lejanía del horizonte. Absolutamente entregado a una tamborilera desconocida, imagen del esfuerzo y, fundamentalmente, espejo en el que deberían reflejarse todos aquellos que han comenzado este 2010 pensando en que, con algo de suerte, podrán empalmar el desempleo con la ayuda familiar, la paga de subsistencia, alguna contribución de Caritas y así, otro año más que dejar atrás.