Opinion

Viento y humo

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El leve rumor de la llovizna tornó en desgarro de tormenta y los pantanos rugieron de satisfacción hasta el punto que debieron ser escanciados para evitar su desborde. El tornado inimaginado pasó fugazmente dejando tras de sí un triste rastro destructivo y las campanas de las iglesias repicaron sin muerto al que velar por el envite de un elíseo combativo que siempre golpea en las costas tarifeñas más duro que en ninguna otra plaza. Es algo característico de nuestra tierra, el viento. Como la manzanilla, el chicharrón, las tortillitas de camarones, el fino, el atún de almadraba o el toro. El de Osborne, claro, y el otro también.

En este maremagnum de climas enrevesados que pasan del calor al frío y del seco al mojado el viento no consigue llevarse el humo, adherido ya a la ropa limpia, a los negros pulmones y a las camas del pino hendido por el rayo. El vaquero de Marlboro, paradigma del fumador macho alfa, descansa desde hace años como la serie que consagró a Allan Ball como un genio de la televisión: a dos metros bajo tierra. La flecha del indio cherokee le atravesó el cáncer de pulmón.

Acaba la moratoria del Ministerio y aún hay quien protesta por querer engrisecer nuestro aire, arruinar nuestra salud, exigir su derecho constitucional a fumar. Intentan convencernos de que este vendaval que revuelve las entrañas de Cádiz va a depurar el oxígeno de todos, para volver a gastarlo.

Busquemos los huesos de las víctimas, de nuestros Lorcas secos, sucios, renegridos por el humus, y pongamos sus nombres en una placa de bronce. Muchos siguen muriendo día a día y ninguna sentencia ha dado satisfacción por ahora a enfisemas finales ni podridas laringes.

Ninguna tabaquera duerme hoy intranquila. Ayer, el viento se llevó nuestra voz, unida al humo. Espero que mañana aparte de nosotros este cáliz de nicotina.