Meritocracia y Política
CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL DE LA UNIVERSIDAD DE CÁDIZ Actualizado: GuardarDesde antiguo, es lugar común de la ciencia política la idea de que una comunidad funciona mejor y prospera cuando es gobernada por los más capacitados. De esta forma, los sistemas políticos más eficientes se basarían en una meritocracia, distinguiéndose de aquellos otros en los que los gobernantes accederían a sus posiciones de poder según criterios clientelares, de familia, raza, etc. En nuestro vigente sistema, la voluntad política de los ciudadanos se encauza por medio de los partidos, intermediarios y agentes por ahora insustituibles. Son estas organizaciones las que seleccionan y designan los candidatos a las elecciones, que serán los que ejerzan a la postre el poder sobre nuestras vidas y haciendas. Por ello es oportuno preguntarse si en este momento opera en España un sistema meritocrático en la elección de los ciudadanos que los partidos prefieren y, en consecuencia, proponen como gobernantes.
En un análisis muy general, dejando a salvo honrosas excepciones, parece bastante evidente que en España no sólo no gobiernan los mejores, sino que se observa y sufre en estos últimos años un preocupante proceso de pérdida de calidad (medida en términos de formación académica, experiencia profesional o logros meritorios individuales de otro tipo) de nuestra clase gobernante. Si tomamos como referencia cualquier gobierno de comienzos de la transición y lo comparamos con el actual, la diferencia es palpable a favor del primero. Y la propensión degenerativa de este fenómeno puede constatarse en idéntico sentido si cotejamos gobiernos sucesivos del mismo color político, comparando, por ejemplo, el primer gobierno de Felipe González con cualquiera de los gobiernos de Zapatero (pero especialmente con el último). Los gobiernos en los ochenta están plagados de figuras relevantes de la ciencia, la universidad o la vida económica, personas que habían descollado en sus respectivos ámbitos profesionales y que llegaban al ejecutivo con un amplio bagaje de experiencia profesional y certificación académica, en tanto que en los gobiernos más recientes, encontramos con frecuencia personas cuyos méritos son inexistentes o desconocidos y que han ascendido a lo más alto de la vida política según criterios discutibles, cuando no inexplicables.
Ello es indicio de que existe un grave fallo en el sistema: los partidos políticos no están actuando como mecanismo de selección de los mejor capacitados para gobernar, o puede que, como instrumento de poder, los partidos hayan cambiado sus objetivos y ya no consideren imprescindible el valor de la inteligencia y el esfuerzo individual. Y así, se tiende a dar por incondicionalmente cierto que cualquiera pueda ser parlamentario, e incluso, todavía más grave, que no sea exigible un mínimo de competencia para ser ministro. Esta devaluación de la cualificación de la clase política se reproduce, a veces de manera más acusada, en el ámbito local, donde nos encontramos con demasiada frecuencia con personas incapaces de gobernarse a sí mismas gestionando importantes asuntos públicos y decidiendo el destino de la comunidad. No parece casual que el espacio de poder municipal sea el más penosamente castigado por prácticas corruptas, pero ése es otro tema.
Es significativo el hecho de que recientemente, sobre todo en la esfera local y autonómica, se esté produciendo el acceso a los puestos políticos de una segunda, e incluso una tercera generación de políticos de una misma casta familiar. No es preciso dar nombres que están en mente de todos, pero resulta ilustrativo el ejemplo de un pueblo de la provincia de Cádiz de poco más de cinco mil habitantes, que ha nutrido de políticos a todas las administraciones locales, regionales e incluso nacionales. Ello es indicio de que se ha constituido una auténtica oligarquía de nuevo cuño, rayana con el caciquismo, que además de colocar en puestos de responsabilidad a personas sin mérito y con aptitudes dudosas, disuade la participación política de ciudadanos más capacitados, ante la imposibilidad de plantear alternativas reales a los candidatos designados por la cúpula. Y con este efecto inhibidor se cierra un círculo político del que quedan excluidos los más capaces de la sociedad civil, mientras dentro acceden o permanecen los cuadros fieles al partido o los parientes del diputado, el alcalde, el concejal o el ministro, con independencia de su preparación.
La reacción social a esta grave disfunción podría comenzar por defender la imperiosa necesidad de que los partidos políticos funcionen democráticamente. Pero, además, es imprescindible igualmente acabar con la profesionalización de la política. En España hay personas que se subieron a un coche oficial con veinte años y en él siguen treinta años después. Con frecuencia son los mismos que, sin tener oficio conocido, se permiten guiarnos a todos los demás en materias tan complejas como la educación, la sanidad o el urbanismo, de las que desconocen hasta sus fundamentos básicos. La creciente promoción a puestos de responsabilidad pública de indigentes intelectuales, en vez de profesionales del más alto grado en cada ramo, explica mucho de lo que está pasando y es reflejo de nuestra mayor debilidad cívica. Desde luego, el fenómeno no es nuevo, Unamuno lo apuntaba en 1935, concluyendo que «el político de carrera es la inevitable plaga de toda democracia». Parece que en España exista una maldición insalvable que, con el paso de los años, logre aupar a los mediocres hasta el centro mismo de la acción política. De seguir la tendencia clientelar a que conduce hoy el funcionamiento de los partidos políticos, estamos abocados a la creación de un foso insalvable entre el político con su realidad virtual y los ciudadanos con sus necesidades reales. Es un camino que nos lleva hacia una peligrosa desafección colectiva respecto al sistema democrático y, como ciudadanos, todos estamos llamados a la autocrítica. No olvidemos que el político está ahí por elección nuestra.