MAR ADENTRO

Una ciudad en rebajas

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Ríase usted de los saldos que los comercios estrenan a partir de hoy, sin que se sepa muy bien si los bolsillos caninos permitirán que la clientela acuda en tropel al comercio de turno o permanezca más bien estabulada en casa, en espera quizá de las segundas. ¿Cómo saber si ha habido menos gente comprando en estas fiestas por las calles gaditanas como consecuencia de las lluvias torrenciales o como consecuencia del chaparrón de la crisis que está lloviendo sobro mojado en esta ciudad cuyos husillos llevan anegados de paro desde hace demasiado tiempo? De hecho, está lloviendo más que cuando enterraron a Bigote. Sabido es que Fermín Salvochea, durante el cantón de Cádiz, estableció la jornada máxima de ocho horas para los obreros y aumentó sus salarios mínimos. ¿Cuánto daríamos hoy porque sencillamente hubiera obreros en ese Cádiz raro que los exporta masivamente a Castellón pero que a su vez tiene que importarlos de Medina o de Chiclana cuando tocan obras del soterramiento o Plan Eñe que Eñe? A la plataforma de parados que se creó en Cádiz reclamando que se les tuviera en cuenta a la hora de contratar a las cuadrillas de albañiles y peones, no había que darles un curro; había que darles una medalla por desmentir el chiste de que si apareciera un pico y una pala junto al Manteca, algún parroquiano llamaría a los artificieros para desactivarlos.

También Salvochea prohibió los impuestos sobre los productos elementales de consumo, como pan y jabón, pero los gaditanos de hoy sólo han sido capaces de crear una tupida red de peñas donde ponen más baratitos los quintos de cerveza.

Cádiz está orgulloso de la rebeldía de Salvochea, lo que no deja de ser paradójico cuando no sólo vivimos en la ciudad que sonríe sino en la ciudad que se conforma. Y si resulta definitivamente entrañable una urbe que no entra en esas disputas de dehesa con las vecinas del mismo terruño por ver si es Blancanieves o su madrastra las más guapas de la región, también se me antoja llamativo que el puerto desde donde partieron todas las expediciones de la Ilustración, a la búsqueda de nuevas fronteras de la ciencia, permanezca ahora amarrado a tierra, esperando eternamente la sopa boba que cualquier organismo del Estado conceda y que siempre rentabilice el Ayuntamiento, con un acertado equilibrio entre propaganda oficial, clientelismo y desidia ciudadana.

Y es que pareciera que estas calles todas desde La Viña al Mentidero, como suelen decir las canciones, desde Puerto América a Puntales, desde el corazón del Palillero a ese Manhattan chico que es Puerta Tierra, se hubieran amoldado a hacerle un descuentito a sus sueños profundos. Si la Exposición del 92 modificó definitivamente el rostro urbano de Sevilla, ¿nos resignaremos a que la herencia del bicentenario del 12 sea tan sólo el segundo puente o la resurrección de los trolebuses?

Y no es problema de quien gobierne, sino de quien se deja gobernar.