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Ligereza judicial

Los jueces siempre deberían medir sus palabras ante la prensa por puro decoro

LOURDES PÉREZ
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Un juez no es un ciudadano cualquiera. Desempeña un oficio incomprensible la mayoría de las veces para sus semejantes, los mismos cuya suerte puede depender, en un momento dado, de su criterio decisivo a la hora de aplicar la ley. Reza el tópico que un juez, sobre todo si es de instrucción, atesora tal poder que puede arruinarte la vida, a pesar del mandato constitucional de independencia y de los contrapesos que aseguran el rigor y la fiabilidad del Estado de Derecho. Hasta dónde llega esa garantía de imparcialidad y hasta dónde el derecho a la libertad de expresión sigue constituyendo una cuestión espinosa, más allá de las restricciones impuestas por ley a los pronunciamientos de los jueces y al modo en que instruyen o dictan sentencia. El tópico también dice que los magistrados sólo hablan a través de sus resoluciones, como si realmente la asepsia que se espera de ellos hubiera anulado su margen para tener y proyectar opiniones propias. Eso, obviamente, es una verdad a medias. Los jueces opinan a veces en público y, las más, en privado, aunque en ocasiones sería mejor no conocer sus confidencias por el descarnado retrato que pueden llegar a ofrecer del estado de la Justicia y de su propia profesionalidad. Un juez siempre debería medir sus palabras ante la Prensa, pero no ya porque esté más o menos obligado a ello. Debería hacerlo por puro decoro, porque nunca será un ciudadano como los demás y porque el respeto a la ley tendría que prevalecer también cuando se discrepa de ella.

Sin embargo, y como no es habitual que los jueces se prodiguen contando lo que piensan y lo que sienten, quienes utilizan el altavoz de los medios pasan a convertirse en una especie de ejemplo de valentía frente a un sistema que coartaría su derecho a disentir o criticar; ejemplo que será tenido incluso por más modélico si sus palabras se consideran particularmente heterodoxas. Ello explicaría el aplauso cosechado de una parte de la opinión pública por el juez de Familia de Sevilla Francisco Serrano, quien ha vinculado la ley integral contra la violencia de género con una emergente «dictadura del feminismo radical», ha asegurado que «miles de hombres han sido detenidos por el hecho de serlo» tras una acusación por malos tratos y ha puesto en solfa las estadísticas oficiales. Un somero contraste con los informes recopilados en la página 'web' del Consejo del Poder Judicial sobre los asesinatos de mujeres -y de hombres- en el ámbito doméstico desmonta buena parte de las polémicas aseveraciones de Serrano. Aunque el problema, en el fondo, no es tanto lo que ha dicho, sino cómo lo ha dicho. Con una ligereza más propia de esos comentarios triviales, los que pueden escucharse entre ciudadanos cualquiera, tan inclinados a creer que las mujeres buscan antes la venganza con imputaciones falsas contra sus parejas que denunciar el maltrato cierto y persistente.