Libros: Los reyes del día de Reyes
Actualizado:Mucho tiempo después, cuando de la infancia sólo queden cicatrices y algún recuerdo borroso, puede que los compañeros de clase, las calles del barrio, los domingos en la plaza y las tardes de verano hayan perdido consistencia, que todo se mezcle, se difumine y desaparezca en el territorio confuso de la memoria. Puede que las fechas bailen, que los nombres se confundan, que los años se diluyan o se enreden, pero quien conoció de pequeño el calor de los libros y vivió más vidas que la suya, siempre podrá volver al refugio mítico en el que todavía respiran Lord Jim y Oliver Twist, en el que Long John Silver abre otro barril, antes del próximo abordaje, y la inefable Josephine y sus hermanas aún esperan el regreso de su padre.
No es casualidad que Borges imaginara el paraíso como «una especie de biblioteca», y que Stevenson hablara de «la puerta eternamente abierta» que representan los libros leídos durante la infancia. Ese poder, tan objetivo como la rotación de la Tierra, es el que garantiza la supervivencia de la literatura por encima de profecías catastrofistas, frivolidades y videojuegos. Cada generación tiene la responsabilidad de descubrir a la siguiente el embrujo de la lectura, y dejar después que cada historia cale a su manera y termine el trabajo. Los pedagogos coinciden en que la elección de los primeros títulos resulta fundamental para convertir al lector en lector, y que un resbalón a destiempo puede generar desidia o rechazo. Ahora que los Reyes vienen de camino conviene animarlos a que amarren un ratito los camellos en la puerta de cualquier librería y revisen los fondos. Al fin y al cabo, siempre habrá tiempo para la Wii.
Marcados
La culpa de que Carmen Moreno sea escritora la tiene su abuela. «Era una mujer grande, con una voz fuerte y una personalidad arrolladora», recuerda. «Venía a casa a verme, en una época en la que una larga enfermedad me obligó a guardar cama y, a pesar de ser completamente analfabeta, me cantaba canciones populares, me recitaba romances y me contaba cuentos». Después llegaron el 'Cuento de Navidad' de Dickens y 'A la izquierda de la escalera', de María Halasi. «Me gustaba imaginar que el fantasma del futuro se acercaba y me decía que jugaba en el Barça o que era torero. Todos tenemos un pasado», bromea. «Explicar por qué me marcó tanto el libro de Halasi requeriría la participación de un psicoanalista: me daba tanta pena esa niña escondida, con su muñeco de trapo.»
En 3º de BUP una profesora de Literatura le regaló 'Historias de Cronopios y de Famas'. «Yo estaba tan perdida. No la he vuelto a ver, pero fue muy importante para mí». En la Universidad, un compañero le pasó la Antología de Cernuda. «Me sirvió para darme cuenta de que no pasaba nada excepcional, de que todo es cíclico, además de para descubrir a uno de los grandes poetas del siglo XX».
José Manuel Caballero Bonald, a los 17 años, estudiaba Náuticas en Cádiz. «Todos los días cogía en Jerez en tren hasta El Puerto, y allí subía al Vaporcito». Su compañero inseparable de viaje era la segunda Antología Poética de Juan Ramón Jiménez. «En aquella época de incertidumbre, de búsqueda y de reorientación, aquel libro conseguido de forma clandestina significó para mí el descubrimiento de una nueva poética, me despertó una inquietud, una preocupación por las posibilidades del lenguaje que habría de marcarme toda la vida», admite.
Luis García Gil también se dejó arrastrar por el poder de la sugerencia del lenguaje de Juan Ramón, aunque en su caso fue 'Platero y yo' («junto con las 'Rimas y Leyendas' de Bécquer») el título que despertó su vocación. «Yo leía mucho en la cama, antes de acostarme. El invierno y la Navidad son épocas asociadas a esa fiebre lectora. Recuerdo el frío, la bolsita de agua caliente que me ponía mi padre, y siempre un libro entre las manos.». Kipling, Verne, Poe o Dickens fueron algunos de sus escritores de cabecera, aunque quizá la primera lectura adolescente que le hizo sentir "el veneno de la creación literaria fue 'La Regenta', por esa capacidad de Clarín de crear un microcosmos como el de Vetusta y personajes tan fascinantes como Ana Ozores o El Magistral».
«Haciendo arqueología», Félix J. Palma recuerda dos libros que le descubrieron «que leer podía ser algo apasionante, pero sobre todo despertaron en mí el deseo de contar historias, de inventar aventuras con las que causar en otros el mismo efecto que esos libros provocaban en mí». Uno era 'La Isla del Tesoro', de Stevenson. «Lo leí en el instituto, y era la primera vez que enfrentaba un libro, pues hasta el momento los tebeos me habían resultado suficientes. Y recuerdo una emoción distinta, probablemente debida a la sorpresa de que me la provocaran un puñado de letras sin ilustraciones, que se sumó a una sensación de maravilla por el universo que evocaba la prosa de Stevenson. Creo que fue el primer libro que me hizo querer ser escritor».
El poder de lo fantástico
Un deseo que matizó su siguiente lectura, «que no podía ser otra que 'La Historia Interminable', de Michael Ende. Creo que toda una generación empezó a leer gracias a aquella novela. A mí me permitió comprender que el fantástico tenía más sustancia y simbolismo que lo que yo creía por los comics, e hizo que quisiera imitar a Ende», reconoce.
«Supongo que esa novela tiene todos los ingredientes para seducir a un adolescente, y si encima es imaginativo, lo convertirá en adepto al género fantástico de por vida, como fue mi caso. Era terriblemente fácil, casi obligado, identificarse con Bastián Baltasar Bux, querer redemirse de la mediocridad reinante aventurándose en el túnel que conectaba la realidad con el reino de Fantasía. Esa novela nos convirtió a todos los niños solitarios y tímidos en héroes».
Cada vez que Bárbara G. Rivero se enfadaba o protestaba por algo, sus padres la castigaban «en el sillón feo». «Como yo era muy pequeña, lloraba y grit aba '¡Nooo, al sillón feo noooo!'. Pero un día descubrí que me podía llevar un libro al sillón feo, para frustarción de mis padres, que vieron cómo aquel castigo desaparecía y que yo ya me sentaba allí tan pancha con dos o tres libros, o cuentos, durante horas».
Verne y Christie
«En mi época no había tantísima oferta de fantasía juvenil como hay ahora», cuenta. «Me leí 'Los Cinco' y 'Los Siete Secretos', 'Celia', 'Guillermo el Proscrito' (varias veces), y muy pronto, antes de los nueve años, tuve que pasar a Julio Verne y Agatha Christie. Es que no había mucho más. Me marcó: 'Las Aventuras del Capitán Hatteras', de Julio Verne, porque era un hombre empeñado en cumplir su propósito hasta el final, contra viento y marea».
Un día se dijo: «Voy a tomar este libro prestado sin que mi padre se de cuenta», y se autoregaló 'Shogûn', de James Clavell. Mi padre se sintió tan orgulloso de que me hubiese leído ese libro siendo tan pequeña que me lo regaló. Es mi libro favorito».
En casa de Ángel Mendoza no había demasiados libros, aunque sus padres («que no pudieron acceder a la cultura y la educación gracias a los 'daños colaterales' de la Gran Cruzada Franquista») se apuntaron, «con toda su buena voluntad», a Disco Libro, de donde llegaba un paquete de vez cuando. «Eran, sí, auténticos regalos» entre los que recuerda un Pinocho, de Collodi, con fotografías a todo color. Para el escritor, su infancia está irremediablemente asociada a la casa de su abuela materna, cuando rebuscaba, «entre el montón de tebeos que devoraban mis tíos, las Joyas Literarias Juveniles que bellamente editara Bruguera en los lejanos setenta del pasado ¡milenio!». Recuerda con especial cariño una antología de la poesía de Rafael Alberti, editada en Argentina, «que había en la biblioteca de mi colegio, porque me enseñó hasta dónde se puede llegar cuando uno se pone a jugar en serio con las palabras, y 'El polizón del Ulises', de Ana María Matute, porque me abrió las ganas de ser no quien escribe las historias (eso llegó después), sino quien las vive».
De tebeos
A Jesús Maeso de la Torre, cuando era pequeño, jamás le regalaron un libro. «Era un lujo desusado. Pero sí recuerdo el primero que me compré con unos ahorrillos, estudiando Bachiller en Madrid: 'Lazarillo de Tormes', un clásico bellísimo de género picaresco y de autor anónimo que en sí mismo explica la forma de ser del español y de nuestra Historia en general. Es conmovedor y magistral, y estuvo en el índice de la Inquisición durante siglos». Su infancia la determinaron los libros de lectura que había en los colegios de entonces, «historia sagrada y gestas de héroes nacionales. Pero sobre todo los tebeos del Capitán Trueno y el Jabato, dos héroes que iban por ahí deponiendo tiranos, y que pasaron inadvertidos para la censura de entonces».
En su adolescencia la obra clave fue 'El monje del monasterio de Yuste', una novela sobre los últimos días del emperador Carlos V. «Parecía escrito para mí; y desde aquel día anhelé ser escritor para que otros semejantes míos sintieran el mismo placer que yo sentí con aquel libro inolvidable».
Un verano, cuando tenía unos siete años, su padre le cogió de la mano y le dijo que lo acompañara a devolver unos libros a la biblioteca pública. «Al ingresar en aquella abastecida sala de un espléndido palacio renacentista de Úbeda, profusamente iluminada y con cientos de libros infantiles, cambió mi vida. Desde entonces me convertí en un lector empedernido de toda clase de literaturas. A la postre se convirtió en uno de los santuarios de mi vida, claro está después de los lugares de juegos. Era un niño».
Daniel Heredia leyó 'La Historia Interminable' en el verano de 1º de BUP mientras supuestamente estudiaba Ciencias Naturales, «con el libro de Círculo de Lectores escondido dentro del manual. El goce de lo prohibido acentuaba el placer tan extraordinario que sentía, nunca podré olvidarlo, leyendo esa historia protagonizada por Bastián Baltasar Bux». Antes, algunos otros libros fundamentales: una edición reducida y con viñetas de 'El Conde de Montecristo', de Alejandro Dumas, y los álbumes de Tintín y de Astérix. «Estos textos me hicieron descubrir otros mundos fuera de los límites conocidos en los que hasta entonces se había desarrollado mi vida». Después, Pérez-Reverte: «Ese hombre ha hecho más por la lectura que todas las campañas institucionales juntas», opina.
Para José Manuel Benítez Ariza fue fundamental la colección de Bruguera, 'Historias Selección', en la que estaban 'Las aventuras de Tom Sawyer', de Mark Twain y 'El robinsón suizo', de Juan Rodolfo Wyss. «Los dos hablan, a su manera, de niños que gozan de una libertad realmente envidiable, uno porque vive en el campo y goza de esa libertad de movimientos típica de quienes disfrutan de esa amplitud de espacio y la otra por las circunstancias atípicas aparejadas a la condición de naúfragos de los protagonistas».
El de Tom Sawyer se lo regaló su abuela. «Fue un día en el que todos los niños de mi familia recibieron regalos. recuerdo que a mí inicialmente me tocó una pistola que disparaba mediante un resorte. Se la cambié a un primo mío por el libro».