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Otro principio

Si no hubiésemos tenido la ocurrencia de fragmentar el tiempo, nuestra memoria sería un caos

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Uno de los inventos más ingeniosos del género humano es sin duda el del fraccionamiento del tiempo. La misma palabra 'tiempo' implica ya por sí misma una invención prodigiosa: dar nombre a algo que sólo entendemos como tal nombre, porque su concepto nos resulta demasiado lioso. Se nos pasa el tiempo, en fin, sin saber en qué consiste el tiempo. En español tenemos además un problema suplementario: la palabra 'tiempo' lo mismo sirve para referirse a la conjetura de la eternidad que a un frente tormentoso. Y resulta rara esa doble vida semántica, porque con una misma palabra apelamos al gran misterio de los misterios y a un simple chaparrón.

Consideramos que el tiempo es una materia: lo numeramos, lo dividimos en días, en horas, en minutos, en segundos. Incluso nos permitimos hablar de milésimas de segundo, para que nada quede sin medir. Troceamos el tiempo en días, en semanas, en meses, en estaciones, en años, en siglos, en milenios. Damos nombre a los días y a los meses, y supongo que no le damos nombre a cada minuto porque nuestra capacidad mnemotécnica no llegaría a tanto... Vista así la cosa, el tiempo vendría a ser un mecanismo con muchas piezas, el verdadero y único y prodigioso artefacto del movimiento continuo, aquel 'perpetuum mobile' con el que soñaron algunos de nuestros antepasados.

Si no hubiésemos tenido la ocurrencia de fragmentar el tiempo, nuestra memoria sería un completo caos. No podríamos decir: «Estuve en Zamora la primera semana de febrero de 1993», ni tampoco: «Del 14 de mayo al 3 de junio estaré en Vigo», por ejemplo. Tendríamos que recurrir a formulaciones imprecisas: «Hace muchísimo tiempo, lo que se dice muchísimo, estuve en Zamora», o bien: «Dentro de algún tiempo estaré en Vigo durante un poco de tiempo». Si el tiempo no lo tuviésemos clasificado y administrado como se administran y se clasifican los botones, pongamos por caso, nuestra forma de vida actual resultaría imposible, de entrada porque nadie llegaría a su hora al trabajo, y no cabría recriminación por parte del jefe, porque el tiempo sería una medida personal.

Cada año nuevo trae su cargamento de expectativas, así la expectativa consista en que todo siga igual, en su equilibrio, por si acaso. Pero también le despierta a uno, a partir de cierta edad, una conciencia de superviviente, de andar por aquí un poco de prestado, con la melancolía de tener ya más pasado que futuro, y con pocas ganas de imponerse grandes proyectos, tal vez porque acaba uno comprendiendo que también lo que nunca hemos sido -y lo que ya nunca seremos, y lo que no haremos jamás- forma parte esencial de nosotros, de ese fantasma complicado que intenta acomodarse en el mundo con la misma dignidad que un emperador al que un bromista le ha puesto una chincheta en el trono.

Sea como sea, feliz año.