Inseguridad social
202 millones de estadounidenses pagan seguros que les pueden ahogar o dejar tirados. Otros 46 millones malviven sin cobertura
Actualizado:Todo el mundo tiene una historia de horror que contar cuando se trata de seguros médicos», sentencia con voz grave Nancy Black, desde su casa de Santa Barbara (California), antes de empezar su propio relato. La línea se queda en silencio durante unos segundos eternos. Son los fantasmas de Nancy, los mismos fantasmas que acompañan a Kate Barhart, Fern Legat y Barbara Morey durante este reportaje, un puzle de la pesadilla que supone ponerse enfermo en un país como Estados Unidos.
Antes que ella, la voz de Kate había sonado temblorosa desde Cleveland (Ohio). «Lo siento, hoy estoy un poco débil emocionalmente, acabo de pasar otra ronda de quimio», se disculpa. No sabe ni cómo contarlo para que no resulte melodramático. Su vida representaba hasta hace poco el triunfo de la clase media americana. Su marido William llevaba 40 años trabajando en General Motors. Habían juntado unos ahorros, invertido en bolsa, pagado su casa y enviado a su hija a la universidad.
No había de qué preocuparse. William trabajaba de supervisor para la que un día fue la mayor compañía del mundo. Había proyectado sus ambiciones en un símbolo de la grandeza estadounidense al que profesaba lealtad y devoción. A cambio, la empresa donde más fuerza tenían los sindicatos garantizaba seguro médico para toda la vida y una pensión para la vejez. Ni en sus peores pesadillas alcanzaron a imaginarse que el gigante de Detroit se desmoronaría hasta las cenizas. El 1 de junio se declaró en bancarrota. Dos meses antes William había sido despedido. Su seguro médico fue cancelado justo en el momento en que más lo necesitaba: a su mujer le diagnosticaron hace cinco años un linfoma galopante que viaja por la sangre y se le ha aferrado al pecho y al abdomen, tras muchos tratamientos experimentales y quimioterapia.
El seguro tenía que cubrirla hasta final de año, pero en septiembre cancelaron súbitamente la póliza. Los tribunales acaban de darle la razón, y ahora dispone de tres semanas para aprovechar la cobertura médica, que no compensarán la angustia y la frustración de haber tenido que dar semejante batalla.
Durante más de dos meses ni le han llevado la cuenta de glóbulos rojos, ni le han puesto inyecciones de 5.000 dólares para que se multipliquen los leucocitos. Antes «el seguro dictaba mi tratamiento en base a su costo, literalmente mi médico tenía que pedir autorización antes de recetar nada», pero, ahora que no tiene, parte las pastillas por la mitad para que le duren. Sus planes son «establecer una base en Canadá» para comprarlas más baratas. A estas alturas su enfermedad es oficialmente incurable. «No me gusta la palabra terminal», balbucea. «Quiero ser positiva».
Es como si se lo dijera a sí misma. Al final de la conversación, confiesa. «Mi madre murió de cáncer a los 57 años, tuve que ayudarla con el dolor porque nunca se pudo permitir un seguro. Me juré que a mí no me pasaría. Creí que había hecho todo lo correcto para evitarlo, pero tengo 55 y me he propuesto llegar a sus 57», dice sin convicción. «Por eso, pedí a Dios y a los políticos que aprobasen la reforma sanitaria, para que mi hija no tenga que pasar por esto si un día también enferma».
La ley ratificada el jueves no es ninguna panacea. No habrá un seguro público para todos, como pidió en una vigilia organizada en el estado de Washington (en la foto) Barbara Morey. A ella también se le acabó la ampliación del seguro para parados dos meses después de contraer una enfermedad que prefiere olvidar. «No quiero que la gente sienta pena por mí, sino que se indigne al saber que estas cosas pasan en EE UU». Ninguna aseguradora acepta a un enfermo. No son negocio. Así que apuró sus ahorros, tuvo que canjear su seguro de vida, perder la casa tras hipotecarla dos veces, declararse en bancarrota y vivir de la beneficencia. «No sé qué es lo que hice mal, jugué según las reglas: fui a la universidad, trabajé mucho tiempo, ahorré, monté mi empresa. ¿Por qué acabé perdiendo todo lo que tenía?».
Sin dinero para el trasplante
El 62,1% de todas las bancarrotas personales que se registran en el país son consecuencia de los gastos médicos. El 75% de los afectados tenía seguro. Así que el drama no es ya los 46,3 millones de personas sin seguro, sino los 202 millones que se creen cubiertos porque pagan religiosamente sus cuotas, sin imaginar que a la hora de la verdad las aseguradoras les dejarán colgados o los copagos les hundirán. Como a esa estudiante de 21 años con la que Fern Legat hizo amistad, que no pudo recaudar a tiempo la parte que le correspondía pagar en su trasplante de médula. Murió el mes pasado.
En Long Island (Nueva York), Kate Barhart espera con ansiedad el resultado de una resonancia magnética que le ha costado 1.675 dólares. Han pasado tres meses desde que el médico la encargó: segrega leche sin estar embarazada y el doctor teme que lo provoque un tumor cerebral. Los inexplicables niveles de prolactina en la sangre así lo indicaban, pero su seguro, por el que pagaba 900 dólares al mes, se resistía a autorizarla. Y tres días después de que por fin lo hicieran, cancelaron el plan que tiene su empresa con una excusa técnica.
«Sospecho que este grupo ya no le resultaba rentable», dice con pragmatismo. «De entre las 20 personas que cubre hay una con sida, otra con problemas de rodillas, ahora yo. Lo que más ansiedad me provoca es pensar que si me encuentran el tumor tendrán que operármelo, ¿y con qué dinero? Una operación cuesta decenas de miles de dólares, y como heredé una casa no puedo apelar al seguro de beneficencia. Mi única opción sería expatriarme a Cuba», dice sarcástica. «En EE UU no tener seguro es una sentencia de muerte».
Literalmente. Según un estudio de la Escuela Médica de Harvard, cada 12 minutos muere alguien por no tener seguro. Cerca de 45.000 personas al año, más que por homicidios y por conductores borrachos juntos. En teoría los hospitales están obligados a atender los casos al borde de la muerte, «pero la mayoría de los fallecimientos se producen por falta de tratamiento en enfermedades crónicas como la diabetes o la presión alta», explica la doctora Steffie Woolhandler, autora del estudio. «Un estadounidense menor de 64 años que no tenga seguro tiene un 40% más riesgo de morir. Incluso si se determina que estás completamente discapacitado para trabajar pasarán dos años hasta que la seguridad social te pase una pensión mínima. ¿Cómo va a hacerse cargo un parado de los copagos?».
El plan de reforma sanitaria recién aprobado con el apoyo del Partido Demócrata y el rechazo total de los republicanos mantiene la práctica de compartir el gasto con el asegurado «basándose en la idea mezquina de que así la gente lo usará con prudencia», dice Woolhandler. Si la gente tiene que pensárselo antes de ir al médico o a la sala de urgencias, para cuando lo haga puede ser demasiado tarde. «Desde que nacemos estamos pensando en cuánto nos va a costar», dice Nancy Blank. «Si me voy a urgencias, pago 2.000 dólares y luego no tengo nada, sufro por no tener nada o sufro por tener algo».
Aun así, no es ésa la razón por la que planea hacerse en España la prueba de ADN que dirá si es candidata a sufrir cáncer de ovario, especialmente mortal porque el 90% de los casos no da señales hasta la fase 4. Sus papeletas son tantas que antes de que su madre muriera este verano el médico le recomendó que su hija se extirpara los ovarios. «Si me hago la prueba en EE UU saltarán las alarmas y cancelarán mi póliza de seguro. Como sufro migrañas, que es una 'condición preexistente', ninguna otra empresa querrá asegurarme. Estoy atada a ésta para toda la vida».
No se rechazará a los enfermos
Es una de las pocas cosas que solucionará la reforma sanitaria, de la que Barack Obama ha hecho su principal prioridad legislativa. Su propia madre pasó los últimos años de su vida en el hospital rellenando apelaciones para el seguro, que se negaba a pagar su tratamiento por achacarlo a una 'condición preexistente'. Algo que las empresas ya no podrán alegar con la nueva ley, como tampoco podrán rechazar clientes por sus condiciones de salud. A cambio, el Gobierno les servirá en bandeja a los 46,3 millones de estadounidenses sin seguro, a los que obligará a comprarse una póliza privada so pena de pagar multas que en Massachusetts van hasta 1.068 dólares al año. «El problema de esta ley es que simplemente no funcionará», augura la doctora Woolhandler. «Y tendrá el efecto de fortalecer más a la industria y dar más poder a sus lobbies, lo que les facilitará seguir secuestrando el proceso político en el futuro».
Tan descafeinada es la opción pública que ofrece la Cámara de Representantes para competir con los seguros privados, que Laurie Wen, activista de Health Care en Nueva York, se ha alegrado de que los demócratas la abandonen a cambio de rebajar a 55 años la edad de Medicare, el programa de seguro de salud público para personas mayores de 65. Total, según la oficina presupuestaria del Congreso, sólo se beneficiarían de ella el 2% de los estadounidenses, que serían los más enfermos y pagarían cuotas más altas que con los seguros privados. «Al menos expandir Medicare es un paso en la dirección correcta: un seguro único para todos financiado con nuestros impuestos. Si conseguimos que cada cinco años rebajen diez la edad mínima, habremos llegado a la meta en 20 años».
Y hasta eso es una utopía en EE UU.