Bocado da Morte
Campaña de Navidad. Percebeiros de La Coruña arriesgan su vida la quincena más rentable del año tras once meses de veda
Actualizado:Lichi carga el capazo en su lonja del muelle coruñés de Oza, en la Costa da Morte. Son las nueve de la mañana y hace un frío del carallo. La hora, realmente, no la decide él. El plan de explotación que debe presentar ante la Xunta de Galicia le obliga a cumplir una serie de reglas. La primera de todas, el tiempo que puede permanecer 'faenando'. Desde dos horas y media antes de la bajamar hasta una hora y media después. No hay excepciones. «Si te pillan, es problema tuyo», sentencia con un gesto de los hombros. Lleva lo imprescindible: la rapa -un palo con un hierro en la punta para arrancar el percebe-, dos redecillas donde guardar las capturas, guantes de goma para no dejarse la piel en el intento y sogas con las que colgarse de la roca y así llegar a los lugares más inaccesibles, aquellos donde se mantiene agazapado el percebe gallego, «el mejor del mundo».
Amarrado al muelle le espera su bote, y esperándole a él otros tres percebeiros -Joaquín, Antonio y Javier-, embutidos como Lichi en un traje de neopreno. El agua está a 5º, pero el día ha salido bueno y parece que no habrá mala mar. Es todo lo que necesitan. Han pasado once meses sin salir al percebe. La veda comenzó en enero, en un intento por recuperar un caladero que se había quedado esquilmado, «sin recurso». ¿Cómo han sobrevivido? No ha sido gracias a la Xunta. «Si esperamos una ayuda por parada biológica, vamos listos».
Paradójicamente, fueron las obras del puerto exterior de La Coruña las que acudieron en su ayuda, haciendo posible que cobraran una indemnización «con la que ir tirando». Pero nadie se engaña. Saben que esto es pan para hoy y hambre para mañana. Una rada inmensa de 3,5 kilómetros de escollera que se comerá una tercera parte del sector VII, su caladero, una línea de costa que va desde El Ferrol hasta Punta Langosteira y playa Sabón, donde se ganan la vida 64 percebeiros. De los legales. Porque de los otros «ni se sabe, ni se quiere saber».
El 'Cataventos Uno' se abre camino entre las olas que se rizan conforme dejamos atrás la seguridad del puerto. La tripulación está animada. Esa madrugada, por el percebe que cogieron la víspera, han llegado a pagar 165 euros el kilo. No está mal, sobre todo si se tiene en cuenta que pueden pescar un máximo de siete kilos por barba. Tantos meses de veda les han obligado a aguzar el ingenio. Los percebeiros 'a pie' -27 sólo en esta agrupación- no tienen otra ocupación alternativa; los que como Lichi van a flote (37) pueden practicar otras artes, ya sea marisqueo, palangres, redes o nasas. Pero no le hacen ascos a nada. «Si hay que ir a la almeja, pues a la almeja; al pulpo, pues al pulpo. Lo mismo da erizos que algas, aunque éstas dejan muy poco dinero, al menos aquí». Este año hasta han experimentado con la anémona, «por si tiene futuro».
Carrera contra el reloj
El bote avanza entre petardeos del motor y el combustible no tarda en enmascarar el olor a marina. Dejamos a estribor Mera, una franja de costa antaño rica en percebe y, hoy por hoy, arrasada. La primera parada será en As Arredes, unos islotes que apenas asoman un metro y que desaparecen con cada golpe de mar. No somos los primeros. Allí ya hay trabajando media docena de personas, mientras a prudente distancia su embarcación cabecea. El chalanero es un chico joven envuelto en un impermeable amarillo y su misión es evitar que el barco encalle en los bajíos.
Los pescadores no pierden el tiempo. Se dedican a peinar el islote guiados por una única consigna: llenar la redecilla que llevan anudada al cinto en el menor tiempo posible y con el percebe más sabroso, grueso como puños. Son minuciosos. Cada ola les obliga a emprender la desbandada y a agruparse en el punto más alto del peñasco. ¿Pero dónde refugiarse cuando el mar cubre el roquedo con la exactitud de un diapasón, arrancando flecos de espuma de las rompientes? Viéndoles trabajar, se diría que son como lapas. Un helicóptero de vigilancia sobrevuela la zona como una exhalación.
El buen percebe está en los acantilados más agrestes. En la piedra firme apenas queda. Los furtivos han esquilmado zonas como la de Mera, donde después de once meses de abstinencia apenas se ha recuperado la especie. Lo corrobora Joaquín, el primero en volver a bordo dando vigorosas brazadas en ese mar de color azul oscuro, depositario de tormentas y desastres naturales, que se traga a la gente entre una agonía de calambres. «Han estado todo el año trabajando aquí, mientras los demás nos quitábamos de en medio para que la zona se recuperase. No ha habido ningún tipo de control y el caladero se ha ido al garete», lamenta.
«No vigilan a los furtivos»
«Es duro decirlo, pero aquí entró mucha gente que no era del oficio, algunos incluso sin relación con el mar. Y ahora mira». Los percebeiros, que no confían demasiado en el celo de la administración -«la misma que te cose a impuestos y te exige planes de explotación», detalla Lichi-, han organizado patrullas de vigilancia para atajar esta plaga. Es la razón -puntualiza Joaquín- de que la torre de Hércules haya escapado a la voracidad de «un colectivo que no cuida el recurso, que lo pesca todo, no importa que sea grande o pequeño, y que destroza la roca».
El resultado es fácil de imaginar. La campaña de Navidad es un espejismo en medio de tanta inactividad, donde lo único que se multiplica es el riesgo. «Posiblemente, en cuanto pasen estas fechas vamos a tener que volver a dejarlo. Mínimo hasta Semana Santa». El percebeiro no ahorra críticas a la Xunta. «Si no vigilan el furtivismo, si no pueden hacer respetar la ley, ¿para qué coño reclaman la competencia? ¿Que no tienen medios? Avisas a los de Inspección Pesquera y si no van acompañados de la Policía autonómica, ni siquiera pueden hacer decomisos. Es una risa».
Cuando Javier sube a cubierta, trae el gesto descompuesto. «Estoy desentrenado», exclama con la mirada perdida en cubierta y la cara blanca, «jodido de frío». Este joven -27 años, estudia para soldador- arrastra un lesión desde que hace tiempo se pinzara el nervio ciático cuando trabajaba a diez metros de profundidad en las obras de un emisario submarino. «Cada vez que cambia el tiempo, yo lo noto. Pero esto es lo que tiene, no puedes dejar pasar la oportunidad», dice mientras abre la bolsa donde guarda el preciado manjar, de tallo negro, grueso y musculoso, y uñas de aspecto antediluviano.
Una vez todos a bordo, Lichi enfila el bote rumbo a las Marolas, tres farallones en mar abierto, sin abrigo de ningún tipo, permanentemente vapuleados por el oleaje y donde la roca adquiere la forma de cuchillos. El timonel es el último en saltar, pero en cuanto toca tierra desaparece como el rayo. Sabe dónde buscar. Joaquín, Antonio y Javier se deciden por una grieta donde entra el agua en intervalos regulares, entre espumarajos y un ruido atronador que pone la piel de gallina. «Mucho, mucho», se escucha decir a uno de los tres, y todos salen disparados a buscar refugio. Los hombres empiezan a rascar la laja de roca sin olvidar que el tiempo corre en su contra.
Joaquín sujeta la soga a las piedras y se lanza por una pared vertical cuyas profundidades guardan un auténtico tesoro. Parece un carramarro, deslizándose hasta quedar oculto a la vista. Cuando vuelve a asomar, después de unos segundos, lleva en la mano un buen ramillete. Sale del agua y vacía el contenido de su saca en la roca. El percebe viene mezclado con mejillones, con arneirones. Todo fuera. Cuando lo limpia, lo muestra con una sonrisa de oreja a oreja. «Esto es marisco de verdad y no el de Marruecos, que sólo tiene patas y no sabe a nada».
Joaquín no tiene miedo. O eso dice él. «El problema no es caer al agua; si no sales aquí, sales un poco más lejos. Lo jodido es perder de vista la piedra o dar de cabeza». Lichi, que ha encontrado su filón en el lado norte de la Maroliña, asoma a ratos como una marioneta que ha perdido la mitad de los hilos. Pero aguanta. Tiene 48 años y la redecilla está a rebosar. El sí ha sentido miedo una vez. «Fue hace años, cruzando un canal de unos treinta metros en As Arredes, donde paramos antes. Me pilló con mala mar; el agua me envolvía y me arrastraba de aquí para allá. Hubo un momento -confiesa-, cuando me quedé sin fuerzas, que pensé '¡Joder, qué fácil es que todo se acabe!'».
El neopreno
Lichi le quita importancia con un gesto de la mano cuando se le pregunta por el aura trágica que rodea desde siempre este oficio. Ayer mismo una percebeira de 50 años perdió la vida en las proximidades del puerto de Rinlo, en Ribadeo (Lugo). Se la llevó un fuerte golpe de mal. En A Coruña, sin embargo, en los últimos once años no ha muerto ningún mariscador. «Aquí la auténtica revolución la marcó el traje de neopreno. Peligroso era antes, cuando la gente iba al percebe con el pantalón de chándal, y en pleno invierno. Para que no se mojara la ropa, te tenías que tirar al agua en pelotas y luego vestirte. Eso, eso sí que era frío», recordaba el sábado, dos días antes del fatal suceso.
La historia de Lichi no se aparta demasiado de la de cualquier percebeiro gallego. Mientras el bote cubre las tres millas que separan las Marolas del puerto de La Coruña, deja escapar una sonrisa. «¿Que cómo empezó todo? En la aldea de San Amaro, detrás de la Torre de Hércules. Mi padre era percebeiro y mi madre no se rompía la cabeza para cocinar. De primero, percebes; de segundo, percebes. Los martes, percebes; los miércoles, percebes. ¡Hasta los cojones de comer percebes!».