editorial

Cumbre en el alero

Sólo un pacto firme en Copenhague podrá sostener la lucha contra el cambio climático

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La tensión que se está viviendo tanto dentro como fuera de la Cumbre de Copenhague constituye el reflejo más elocuente de las dificultades que encuentran los gobiernos del mundo para llegar a un acuerdo que releve a Kioto, superando las diferencias entre unos intereses que tratan de preservar todos ellos. Las sociedades informadas van tomando conciencia de que la única manera de contener el cambio climático y sus efectos es establecer una estrategia compartida, a sabiendas que sólo una drástica reducción en las emisiones de CO2 puede revertir algo del daño causado y evitar que se precipiten de manera irreversible desequilibrios de alcance planetario.

Es lógico que a la opinión pública le resulte del todo incomprensible que un encuentro auspiciado por la ONU y previsto desde hace tanto tiempo se convierta en caja de resonancia de divergencias que parecen insalvables, a la espera de la providencial intervención de los máximos líderes mundiales; en especial, Barack Obama y Hu Jintao. Es cierto que tanto los foros internacionales como los gobiernos del mundo han dejado atrás el riesgo que para la lucha contra el cambio climático entrañaban las teorías negacionistas.

Pero estos días de desencuentro en Copenhague afectan de forma muy negativa a la paulatina toma de conciencia sobre los problemas derivados del calentamiento de la atmósfera por la acción de los seres humanos. De no alcanzarse un acuerdo final que comprometa sobre todo a los países más contaminadores -empezando por EE UU y China- en la adopción de medidas inmediatas, será mucho más difícil desarrollar medidas de sostenibilidad en ámbitos inferiores, en el plano nacional, regional o local, implantándola en las empresas y en las actividades sociales más cotidianas. La incapacidad mostrada por quienes debían organizar la cumbre para favorecer sus trabajos, así como para garantizar la seguridad con medidas preventivas más que con actuaciones expeditivas frente a los activistas de la antiglobalización, demuestra que el mundo desarrollado continúa sin tomarse demasiado en serio su responsabilidad ante un problema que pone en peligro el futuro mismo de la Humanidad.