El nuevo polvorín de África
Mauritania, Malí, Níger y Burkina Faso, con tres millones de kilómetros cuadrados, se han convertido en uno de los escenarios favoritos de la ofensiva yihadista
Actualizado:Entre el Océano Atlántico y el Índico se quiere cerrar una muralla. Estados Unidos la quiere militar porque la enorme banda árida que une las costas del Senegal con el Cuerno de África se ha convertido en un nuevo frente en su lucha contra el mal planetario. Mauritania, Malí, Níger y Burkina Faso, los países que la cierran en su extremo occidental, prefieren que el paramento sea verde y tupido. Mientras Norteamérica y la Unión Europea aúnan voluntades para evitar la agitación fundamentalista, los estados afectados se esfuerzan por contrarrestar un peligro mayor para sus poblaciones: el avance de la desertización. Cada año, millón y medio de hectáreas son engullidas por la arena. El Sahel se enfrenta a poderosas amenazas políticas, derivadas de la expansión islamista, pero también naturales, consecuencia de un proceso acelerado en la transformación del medio físico. En la cumbre sobre el cambio climático se dirime la esperanza de la región más pobre del mundo.
A principios de la presente década, Washington puso en marcha una operación contra la creciente presencia de los guerrilleros. Los resultados no parecen demasiado positivos porque ni la Iniciativa Pan Sahel ni la Asociación Transahariana de Contraterrorismo han podido evitar la implantación de grupos fundamentalistas y golpes como el ocasionado por Al-Qaeda en el Magreb Islámico al capturar a tres cooperantes españoles en Mauritania hace un par de semanas.
Los intentos por combatir el avance del desierto tampoco han prosperado. La idea más ambiciosa al respecto habla de sembrar de árboles frutales los 7.000 kilómetros que separan Nouakchott de Yibuti y así crear una barrera de cinco kilómetros de anchura que detenga el avance de las dunas. La 'Great Green Wall' fue la principal aportación de una reunión de expertos científicos que tuvo lugar en Dakar en febrero y tan sólo seis meses después Senegal ya había iniciado los plantíos en las provincias afectadas.
Sin embargo, la idea de que un entramado de acacias y tamarindos pueda dar sombra de costa a costa se antoja irrealizable sin la aprobación de grandes inversiones. Su viabilidad también se pone en duda por la escasa pluviosidad de la zona e, incluso, aunque recibiera suficientes apoyos materiales, los más escépticos alegan que se precisan décadas para que esa mancha verde divida al continente.
Mientras tanto, la situación se agrava en el área ribereña del río Níger. Las sequías, malas cosechas y consiguientes hambrunas constituyen un mal cíclico agudizado en los últimos años. En 2004, la caída de un 40% de la producción de arroz en la república nigerina complicó la subsistencia de cuatro millones de personas y 800.000 hubieron de ser atendidas en campos de emergencia instalados por la ONU. Las nubes de langostas, habituales en el periodo estival, también provocan, con frecuencia, grandes daños en la agricultura local.
Crecimiento incontrolado
Además de las crisis coyunturales, la consecuencia más grave de este fenómeno es la creciente presión sobre el suelo. Campesinos y ganaderos se desplazan hacia el Sur en busca de nuevas tierras fértiles entrando en colisión con los pueblos establecidos. La emigración a las ciudades también ha favorecido el crecimiento incontrolado de urbes como Bamako o Niamey, la contaminación de acuíferos y la degradación medioambiental.
Ajenos a macroproyectos, los tuaregs prosiguen su vida austera en estos arenales inclementes que han sido su hogar desde que los árabes conquistaron las tierras originarias de este pueblo, ubicadas más al norte. Hace casi un milenio fundaron Tombuctú, la ciudad prohibida a los infieles, y en torno a sus muros de barro han visto alzarse y desmoronarse imperios como los de Malí y Shongay, datados en nuestra edades Media y Moderna, respectivamente.
Las recias tribus del desierto han asistido al auge y ruina del antaño próspero tráfico de sal, fuente de su riqueza, y conocido la decadencia de las minas de oro que sustentaron algunos de los reinos más poderosos del África subsahariana. Ellos lucharon contra el colonialismo francés y su legado, repúblicas generadas por intereses completamente ajenos a los pueblos que las habitan. Desde su independencia, estos grupos de origen bereber han entrado en conflicto con los intereses económicos y políticos de las nuevas elites, generalmente provenientes de las etnias negras que habitan las regiones meridionales.
Alentados por palestinos y libios, sus revueltas se iniciaron en los años sesenta y han sido violentamente reprimidas. Las violaciones de los derechos humanos, el acoso y aislamiento sufridos por las víctimas no han concitado el interés de unos medios de comunicación que, habitualmente, apenas conceden atención a una zona que acumula los peores indicadores socioeconómicos del planeta y, hasta ahora, escaso valor geoestratégico. Tradicionalmente, la tutela militar francesa ha salvaguardado la influencia occidental en lugares tan remotos como polvorientos.
A lo largo de este tiempo, el deterioro de sus condiciones de vida ha dado lugar al exilio o la búsqueda de refugio en las ciudades argelinas. Durante casi medio siglo se han sucedido las treguas y las escaramuzas, alentadas por la errática trayectoria política de países tan frágiles como Malí y Níger. También han sido blancos de las acusaciones que los implican en el tráfico de armas y drogas o, incluso, los flujos humanos que parten del Sur en dirección a la costa mauritana. Allí, la mafia de los cayucos gestiona su travesía hasta Europa.
A su guerra intermitente contra los dirigentes surgidos de la independencia se han unido los efectos de esta zozobra climática. Mientras su mítica ciudad se resquebraja, las tribus han de hacer frente al capricho de lluvias cada vez más irregulares y escasas. En los últimos treinta años los nómadas han padecido la progresiva desaparición de sus rebaños, carentes de suficiente agua y pasto, y los agricultores han contemplado impotentes la degradación de la sabana que los acoge.
Las ONG y las administraciones públicas han colaborado para establecer las denominadas 'zonas de fijación', provistas de pozos, donde reúnen a las comunidades más afectadas. Estos poblados de nueva planta proporcionan una alternativa temporal acorde con su tradición trashumante y pretenden fomentar el desarrollo social. Otras fuentes consideran que también son una herramienta efectiva para disuadirlas de cualquier pretensión bélica.
Proliferación de mezquitas
Curiosamente, la firma de acuerdos que garantizan condiciones de autonomía en el norte de Malí ha coincidido con la aparición del Sahel como nuevo escenario de la violencia islamista y el incremento de los voluntarios de este origen que son detectados en los conflictos de Irak o Afganistán. Su irrupción no parece ajena al retroceso de las prácticas religiosas tradicionales frente a la creciente influencia wahabita. La versión más rigurosa de la doctrina suní ha sido favorecida por la reciente proliferación de mezquitas dirigidas por imanes seguidores de la corriente impulsada por Arabia Saudí.
La relación entre los tuaregs y el Grupo Salafista para la Predicación y el Combate, rebautizada en 2006 como Al-Qaeda en el Magreb Islámico, es un asunto controvertido. Aunque se documentan enfrentamientos entre unos y otros, también se constata que los nativos han ejercido de intermediarios en los secuestros de occidentales llevados a cabo por los terroristas. La cancelación del rally Dakar fue el mayor golpe de efecto propagandístico obtenido, una evidencia del carácter marginal de un territorio de tres millones de kilómetros cuadrados y que se antoja el marco ideal para esta estrategia basada en la táctica de la acción rápida y contundente, tan eficaz para destruir la credibilidad de los aparatos de gobierno implicados.
Hoy, como cuando asistían al auge y declive de los reyes mandingas o hausa, los tuaregs mantienen su rol de testigos esenciales de la tragedia humana y la catástrofe generada por la degradación de delicados ecosistemas. Mientras la población crece vertiginosamente y la subversión encuentra eco tanto en los concienciados como en los más desarraigados, los hombres azules esperan que su mundo, una vez más, conjure el peligro y que las tormentas de arena no devasten definitivamente sus mezquitas de tierra amasada ni los modos de vida ancestrales. Hoy, como ha sucedido con frecuencia en el pasado, otros lugares tan frescos, húmedos y lejanos como Copenhague deciden su destino.