La ingeniera pastora
María Valbuena pastorea sin aditivos ni colorantes en Valladolid. No volverá a trabajar en una fábrica
Actualizado:Cambió un buen puesto de ingeniera técnica agrícola en una fábrica de piensos en expansión por el cuidado de 1.070 ovejas a las que quería alimentar entre pastos y rastrojeras. María Valbuena (Laguna de Duero, Valladolid), hija de profesores y amante de la vida natural, intenta cumplir su sueño en la pequeña localidad vallisoletana de La Seca, donde pastorea el ganado por pequeñas tierras atrapadas entre el mar de viñedos que caracteriza el paisaje de la localidad, integrada en los caldos blancos de la Denominación de Origen Rueda.
Con un rostro digno de ser inmortalizado por una paleta clásica, esta joven de 26 años ha optado por un modo de vida del que huyen decenas de muchachos del medio rural, que buscan en la ciudad las oportunidades que les niega el campo. María tiene tan claro su empeño, compartido por su marido, José Román García, 16 años mayor que ella, que habla con ternura de las ovejas y de su interdependencia con el ser humano.
Ambos iniciaron su aventura comprando cabezas de la raza assaf, más productoras de leche que de lechazo, pero la idea de estabular al ganado y engordarlo con piensos y jeringas comerciales no casaba con sus convicciones. Así que apostaron por la raza castellana, carne de mayor calidad pero exigente en el método alimenticio. Los pastos y rastrojos, «que no tienen aprovechamiento agrícola», cubren el 80% de su ingesta. El resto son patatas y zanahorias que, al mínimo defecto, desechan las fábricas del entorno. «Es otra manera de reciclar, ¿por qué no lo vamos a aprovechar si su destino es la basura?», se pregunta María.
Concienciada con el medio ambiente, lamenta los efectos dañinos de la explotación intensiva de la agricultura y la ganadería, la plantación de viñedos, la roturación de montes y pastizales y el excesivo uso de herbicidas «que están acabando con el alimento natural del ganado, de la flora autóctona y de los productos típicos de la tierra».
Contrarios a los implantes de melatonina que inyectan muchas explotaciones a sus animales para que entren en celo, María y José prefieren poner los carneros a su disposición y una dieta natural adecuada durante los meses de noviembre y diciembre. Porque ellas, las ovejas, saben que van a parir en marzo y que en primavera habrá pasto abundante para alimentar a sus crías.
Un gran rebaño que cada quince días cambian de lugar en busca de comida y que guardan entre verjas escondidas entre pinos. Pero las cosas no son como antes. Con pocas ovejas ahora no se puede sobrevivir, se necesitan muchas cabezas para que la actividad sea rentable. Eso exige instalaciones, naves, máquinas de ordeño, vacunaciones y desinfecciones. Un trabajo esclavo, sin días libres, que, ante todo, «exige vocación», dice José. María lo ilustra con lo complicado que fue su boda por la falta de tiempo y «la movida familiar que montamos para escaparnos una semana de luna de miel». Todo por la calidad de la leche, que venden a las queserías, y del lechazo, que varias carnicerías se disputan.
No comen congelados
En casa, también productos naturales. «No usamos nada congelado. Creo que la gente en los pueblos vive más años, aquí hay muchos ancianos de 80 y 90, tal vez porque los alimentos son más naturales y por la falta de contaminación», sostiene esta pastora que reivindica su oficio con orgullo. «Antes, el pastor era el más tonto del pueblo, ahora hay que saber».
«Podría tener futuro en una empresa, pero lo importante es ser feliz y disfrutar de las cosas que nos pasan desapercibidas en la ciudad por el estrés y las prisas». José, su marido, que abandonó los estudios de Derecho para heredar el oficio de su padre, se emociona y comenta que hay días, cuando él pastorea, que llama por teléfono a su esposa para que salga de la casa y contemple «la inmensa puesta de sol».
Ahora sueñan con un huerto, una vaca y unas gallinas. «Creo que nosotros sí aportamos nuestro granito de arena para mejorar el planeta», concluye María.
Y las ovejas de tontas, nada. «No sé por qué las llaman borregas», se apresura a explicar José. «Cuando se ponen nerviosas o brincan es que va a llover. Predicen el tiempo mejor que Maldonado».