Excesivas líneas rojas
Actualizado:La cumbre sobre el cambio climático que se inicia mañana en Copenhague puede ser una de las últimas oportunidades para que la comunidad internacional, y en especial los países más contaminantes, aceleren la adopción de medidas contra el calentamiento del planeta. Pero la relevancia de la cita no se limitará a la naturaleza de las iniciativas que acuerden los participantes, ni siquiera al grado de compromiso que las principales potencias adquieran al respecto. Dependerá en gran medida de los cambios que estimule en el estado de opinión de las sociedades informadas hacia una mayor toma de conciencia respecto a los riesgos que entraña el cambio climático. Riesgos que resultan más acuciantes para aquellos rincones del planeta sometidos de antemano a los rigores de la pobreza extrema, de la hambruna endémica, de la indefensión ante los desastres naturales y de la carencia de servicios públicos que puedan atender las necesidades más perentorias. El compromiso de los países contaminantes se calibrará por el nivel y ritmo de reducción que asuman para las emisiones de CO2. Esto dará la medida de si el mundo continúa doblegándose a las razones del corto plazo industrial o es capaz de elevar la mirada para preservar las condiciones de la vida en la Tierra como la herencia más valiosa para las próximas generaciones. Los gobiernos no pueden defraudar las expectativas que ellos mismos han suscitado de cara a esta cumbre. La confirmación de que Barack Obama acudirá finalmente a la clausura contribuye a ver ya en Copenhague una cita verdaderamente crucial, en la que la primera potencia del mundo podría comprometerse a combatir el calentamiento del planeta después de actuar durante años como lastre para tan esencial esfuerzo. La opinión pública de los países desarrollados tiene en sus manos el poder de convicción para que sus gobernantes se alíen contra las resistencias negacionistas y los intereses inmediatos, a fin de rebajar los niveles de contaminación del planeta. Pero esos mismos gobernantes tienen el deber moral de sacudir con los compromisos que suscriban la indiferencia, la impotencia o la impresión de fatalidad que atenazan a las sociedades informadas.
El tímido giro anunciado por el presidente Rodríguez Zapatero respecto a la necesidad de impulsar una reforma laboral que alivie el peso de casi cuatro millones de parados amenaza con resultar excesivamente limitado si el Gobierno no supera el temor a la conflictividad social que una reforma de calado pudiera llevar aparejada. Después de la abrupta ruptura de la mesa de diálogo en el mes de julio, Gobierno, patronal y sindicatos han expresado su voluntad de reanudar las negociaciones empujados por el clima social detectado en las encuestas, mayoritariamente partidario de que se implementen cambios en el mercado. Pero las prevenciones expresadas por los interlocutores para volver a sentarse a la mesa y las excesivas líneas rojas trazadas por el propio presidente del Gobierno, temeroso de desencadenar una fuerte contestación social, no invitan a confiar en un rápido entendimiento. Más bien, los prolegómenos del nuevo ensayo de diálogo están presididos por los intereses particulares de cada una de las partes en lugar de ofrecer un clima propicio al pacto de Estado. Pacto que, indispensable para reformar un marco laboral incapaz de retener el empleo y excesivamente rígido para generar dinámicas de contratación, no puede estar invariablemente condicionado por la sombra de una huelga general.