
Una huerta en el skyline
Mientras los líderes mundiales debaten en Copenhague el futuro de la Tierra, lo ecológico marca tendencia en Nueva York. Lo más 'cool' es ser sostenible con lechugas en los tejados, vestidos de soja y mucha bicicleta
CORRESPONSAL EN NUEVA YORK Actualizado: GuardarVerde, que te quiero verde. Hubo un tiempo en que lo que se llevaba era ser el chico malo, un rebelde sin causa a lo James Dean, peleado con el mundo, independiente y con pinta de duro. Hoy lo que se lleva es pelear por el medio ambiente, capturar un rayo de sol, darle aire de diseño a esos brotes de protesta social que resquebrajan el asfalto. No es que vuelvan los sesenta, de hecho los ochenta siguen triunfando en los escaparates, pero las nuevas tendencias sociales apuntan hacia la ecología, el reciclaje, el anticonsumismo, la revalorización de lo local y el sentido de comunidad, la conciencia social y la vida sana. Y lo verde, vende, así que la expansión está asegurada. Para sacarle brillo a la bola de cristal nos hemos dado un buen chapuzón por Nueva York, porque si bien ya no es el laboratorio donde se cuecen todas las tendencias, sigue siendo el gran altavoz que las aglutina y las lanza al mundo. ¿Cuántos juraron hace seis años que lo de prohibir el tabaco en bares y restaurantes era impensable en España? ¿No nos parecía el iPhone un lujo para snobistas? Y hasta la crisis de las hipotecas basura sonaba a problemas de otro mundo.
Después de acabar con el humo en todos los locales públicos, obligar a las cadenas de comida rápida a exhibir las calorías en el menú y doblar los kilómetros de carril bici, la última batalla del alcalde Michael Bloomberg son los edificios, que generan el 77% de las emisiones de la Gran Manzana. Su cruzada pasa por bajar un grado la temperatura de la ciudad a fuerza de pintar de blanco los tejados con un ejército de voluntarios. Otros pretenden hacerlos más frondosos. La firma de arquitectos sostenibles Cook+Fox, la primera en plantar un jardín en su tejado, ha rentabilizado la inversión de 35.000 dólares convenciendo a los clientes de un vistazo. Paradójicamente la crisis del ladrillo va a ayudar a la creación de edificios ecológicos, porque según la arquitecta Yolanda Campos, especialista en 'branding' de diseños sostenibles, «ahora que el mercado se ha parado tienen que dar un valor añadido».
Puede que a los rascacielos de oficinas les baste con tener un jardín sobre sus ventanas, pero la granjera alternativa Annie Novak produce ya en su tejado lechugas, tomates, escarola, albahaca... La suya, en Greenpoint, es la mayor huerta que se pueda encontrar en un tejado neoyorquino, con treinta cultivos diferentes en 560 metros cuadrados. Pero no la única. La corriente de las granjas urbanas se ha propagado como ha podido por la ciudad. Un parking de Red Hook, lotes de tierra okupados en el Alphabet City, camiones desvencijados en Brooklyn, balsas en el río Hudson, contenedores de agua en las casas. Todo vale cuando hay ganas de criar algo.
De la azotea a la pasarela
«Desde luego, serán los tomates más caros que te comas en tu vida», admite Lee Mandell, que pregona las bondades del cultivo hidropónico (en agua). «Con unas cuantas matas nunca podrás competir con los grandes invernaderos, pero es que el costo de los tomates que compras en el supermercado no incluye el de la contaminación que dejan por el camino. Y si consigues que alguien cultive en casa, lo estás conectando directamente con lo que come, y a partir de ahí será consciente de muchas más cosas».
El ecologismo también ha saltado a las grandes pasarelas y se extiende como una marea verde por toda la sociedad. Las 'fashionistas' están pasadas de moda, ahora lo que se lleva es ser 'ecofashionista', vestir con tejidos naturales o reciclados y presumir de Vintage, como el vestido de Penélope Cruz en los Oscar, diseñado por Pierre Balmain en 1950. «Las cosas vintage tienen más valor sentimental y la nostalgia de estas piezas nos ayuda a sentirnos más felices», explica Sara Kiene, la directora creativa de Invisible Visible, que después de hacer de cazatendencias en la Gran Manzana se ha especializado en 'branding', diseño y comunicación. «Miramos al pasado para conocernos mejor. Encontramos tesoros en todo lo que es de segunda mano y fantaseamos sobre otros momentos más sencillos y más auténticos de la historia. Es también un rechazo al hiperconsumismo».
Una de las ecodiseñadoras que desfilaron el mes pasado en la Semana de la Moda neoyorquina es Bahar Shahpar, especializada en «diseños sostenibles». Sus mayas de poliester reciclado, los jerseys con hilos de seda sobrantes de las fábricas de India o los vestidos cien por cien de soja no tienen nada que envidiar a los de cualquier otra diseñadora de culto, pero además proporcionan un valor añadido a quien los viste: el sentido de compromiso social, de responsabilidad hacia el planeta, la sensación de estar haciendo «algo positivo» de lo que presumir. «Nada crea identidad de forma más inmediata y visible que la ropa que nos ponemos». Cuando empezó hace seis años no encontraba ni los materiales, y este año los diseñadores con conciencia son tantos que en diciembre tendrán una cumbre paralela a la de Copenhague, que relevará al Tratado de Kioto. Shahpar formará parte de esta cumbre de la moda, porque la labor educativa es parte esencial de la envoltura ecológica, revestida de responsabilidad social. «Esto es una reacción directa a los excesos de los últimos veinte años», explica la diseñadora, que asume un 60-70% más de coste al producir en Nueva York para ahorrarle al medio ambiente la huella de carbono que dejaría el transporte y controlar la justicia de los salarios. «En el hemisferio occidental hemos despilfarrado recursos a dos manos sin la menor conciencia, por eso ahora la gente necesita saber que está haciendo algo bueno con cosas tan simples como sus decisiones de consumo».
Para otros, el detonante es que la gente se ha empezado a dar cuenta de que el cambio climático es un problema que afectará al planeta dentro de quince años, no dentro de trescientos. O sea, a lo largo de sus vidas. De hecho, ya es visible sin necesidad de visitar los glaciares. La moda no es sólo llevar camisetas de algodón biológico o productos de comercio justo. «Esto no son los 60», protesta la ecodiseñadora Elizabet Houlsen, que después de trabajar para Calvin Klein y Tommy Hilfiger ha fundado OlsenHaus. «Ahora está a la última saber lo que está pasando y esforzarte para poner tu granito de arena, pero sin sacrificar el estilo».
Queda bien, incluso, ir de ecológico por la vida con vestidos de 400 dólares, porque el exclusivismo no se ha perdido. Al contrario, la llegada de la ropa con conciencia a la esquina más sofisticada de la moda la pone directamente en la portada de las revistas y hasta en las alfombras rojas, que en algunos casos también se han hecho verde. Como ésa por la que desfilaron Koffi Annan, Mary Robinson y el cantante de los Radiohead Tom Yorke el mes pasado para el estreno global de 'La era de la estupidez'.
Su directora, Franny Armstrong, vestía un modelito de Shahpar, y la instalación ecoartística de botellas de plástico que adornaba la carpa de Battery Park era de la firma de diseño y 'branding' MSLK, que está convenciendo a sus clientes de que en época de crisis tienen que añadirle un «valor emocional» a los productos. «Satisfacer las necesidades emocionales clave supera en importancia al precio y ayuda a blindar las marcas de la creciente competencia y las espirales económicas», les dice la diseñadora ecológica Sheri Koetting.
Piel brillante y natural
De todas las historias verdes que se cuentan, la que está llegando más a los consumidores es la de la cosmética natural «porque es la más fácil de contar», admite Koetting. «Si entiendes que somos lo que comemos y te preocupas de alimentarte sano, también entenderás que lo que te pongas en la piel va a ir directamente a tu organismo. La piel es el mayor órgano del cuerpo». La industria farmacéutica está facilitando ese discurso mediante la comercialización de numerosos parches medicados para el corazón, anticonceptivos o analgésicos que, dicen, resultan incluso más eficaces que los que asimilamos a través del estómago.
Sarma Melngailis, la seductora pionera de la comida crudista, alma del restaurante Pure Food & Wine que pusieran de moda las chicas de 'Sexo en Nueva York', vende en su página web la línea de cosméticos naturales como «la mejor comida para la piel que te hará brillar». Desde cremas hidratantes a barras de labio o sombra de ojos, pasando por los esmaltes de uñas y los desmaquilladores no tóxicos, como los de la pionera australiana Nvey Eco, que lleva tres años en el mercado. Nada de talco, petróleo, paraben, sulfatos, toulene o cualquier otro producto cancerígeno, para empezar. La lista de ingredientes en estas cosas tiene que sonar como un perfume floral. La filosofía de Nvey Eco, «natural y glamurosa».
La sofisticada Sarma llevó el lema de 'Somos lo que comemos' aún más lejos cuando reclamó en su blog el imperio de los zapatos veganos: «También somos lo que vestimos», sentenció. Se trata de sustituir las pieles por microfibras naturales que no utilicen tóxicos para su fabricación y salven alguno de los cien millones de animales que devora la industria de la piel para que presumamos de zapatos. «De principio a fin, la cantidad de energía que se requiere para crear el cuero es veinte veces mayor que la de un material sintético», dice Elizabeth Olsen. Y Sarma precisa que sus zapatos de tacón son los más cómodos que se ha calzado en la vida.
Eso no significa que haya que lanzarse al plástico, que además de estar pasado de moda se le ha declarado la guerra. «Es increíble que lo más desechable de todo esté hecho con el material que más dura», se escandaliza Sheri Koetting. Su firma de diseño sostenible y 'branding' ecológico paseó por Nueva York este verano una instalación itinerante hecha con 1.500 botellas de plástico -las que consume cada segundo EE UU- y otra con 2.663 bolsas de basura, que también responde al consumo por segundo. Cada una de esas bolsas puede pasarse hasta mil años en un vertedero antes de desaparecer. Por eso han vuelto las de tela.
Lo que le horrorizaba a la diseñadora Pamela Zonsius eran las «decenas de paraguas negros de nylon y de metal que quedan tirados por la calle después de cada tormenta». Así que ha creado el primer paraguas totalmente biodegradable, el Brelli, que si acaba en un vertedero bien oxigenado desaparecerá en «dos o cinco años», en lugar de los trescientos o mil que dura un paraguas normal. Su propuesta ha llegado antes a los museos que a la calle. A 48 dólares, sus propietarios ya se encargan de no perderlo. El nuevo modelo para el sol incluso filtra el 99% de los rayos, que es otro enemigo de moda.
¿Será todo esto una moda más? «No hay vuelta atrás», ataja Bahar Shahpar. «Una vez que abres los ojos, no los puedes volver a cerrar».