Las tres estrellas de Can Roca
Jordi, Josep y Joan Roca son el repostero, el sumiller y el cocinero del último restaurante español incorporado al Olimpo de Michelin
Actualizado: GuardarEl jueves de la semana pasada, decenas de vecinos de Gerona se citaron por SMS delante del restaurante El Celler de Can Roca, al que la Guía Michelin acababa de conceder su preciada tercera estrella. Y aplaudieron. Con emoción, con solemnidad, como quien recompensa una actuación artística, la multitud se plantó allí y ovacionó al negocio y a quienes lo llevan. «Había de todo, desde gente del ámbito cultural y político hasta el mecánico de aquí al lado. Hemos notado muchísimo afecto, y eso ha sido aún más bonito que las estrellas en sí», agradece el cocinero Joan Roca. En una sociedad que a menudo mira a los grandes restaurantes con suspicacia, como catedrales del lujo vedadas al ciudadano corriente, ese vínculo tan estrecho con su entorno revela que El Celler de Can Roca tiene algo especial, un raro tirón popular.
«Nosotros hemos nacido cien metros al sur y hemos vivido cien metros al norte, en este vecindario humilde. Nos formamos en un bar de barrio», resume Josep Roca, el sumiller. La historia de El Celler arranca en la segunda parte de su nombre, en Can Roca, el local que los padres de Joan, Josep y el repostero Jordi abrieron en Gerona capital cuando se mudaron desde el pueblecito de Sant Martí de Llémena, en la Alta Garrotxa. Lo establecieron en Taialà, uno de esos barrios de la industrialización a los que llegaban los inmigrantes cargados de ilusiones y añoranzas, y allí sigue, sirviendo menús del día tan honestos, nutritivos y suculentos como los de entonces. Los hermanos son chiquillos de bar, una condición que siempre acarrea libertades y servidumbres. Joan y Josep, los mayores, jugaban al fútbol entre los parroquianos con una chapa de cerveza y dos sillas como portería, y Jordi, el pequeño, aún se ríe al recordar la envidia que le tenían sus amigos por todas las Coca Colas y las Fantas que se podía beber, pero también había que arrimar el hombro en cuanto se crecía, y así surgieron vocaciones poco comunes: «Yo llenaba en el sótano las botellas para los menús -relata Josep-. Con 9 años, jugaba a probar los licores. Me gustaban todos menos el Cynar, de alcachofa, aunque mis favoritos eran el Ponche Caballero y la Quina San Clemente. El vino también me gustaba ya, pero con sifón».
Las dos cocinas
En los fogones del viejo Can Roca sigue reinando Montserrat, la madre, rodeada de colosales perolas repletas de pollo guisado, macarrones o lentejas. A dos calles de distancia, la cocina de El Celler parece la embajada de otro mundo, con un batallón de 25 personas entregado a actividades que, a menudo, desconciertan al profano. Uno se concentra en pasar patatas de una sartén con aceite a 100 grados a otra que lo mantiene a 180. Sobre una repisa se alinean varios bonsáis de olivo, de donde colgarán las aceitunas del aperitivo. En el horno, están asándose unos huesos de cochinillo que servirán de base para un caldo. Un aparato destilador extrae aceite esencial de mandarina; otro, colocado al lado, capta el aroma de muestras de tierra, y una máquina situada un poco más allá produce nubes de algodón de azúcar. Y, en medio de tanto trajín misterioso, Jordi Roca emerge abstraído con una flor amarilla en la mano: «Es una dalia -aclara, mientras va arrancando pétalos y los dispone de nuevo en forma de flor-. Estoy intentando reproducir un girasol para un plato salado de pipas y foie gras. Coloco los pétalos encima de un almíbar, los dejaré seis horas y a ver qué pasa. Espero que queden crujientes».
-¿Y estos experimentos suelen salir bien?
-Qué va, suelen salir mal o muy mal, pero de ahí aprendemos.
Es el lado visionario de los Roca. No sería la primera vez que los tres hermanos se juntan en la cocina a la una de la mañana para catar el resultado de alguna idea, para comprobar si una iluminación cegadora mantiene algo de su brillo original. Pero esa vertiente experimental y avanzada de su cocina, capaz de rozar lo disparatado, hunde a menudo los cimientos en la memoria familiar. «Mi madre, como mi abuela, hace cocina tradicional catalana: la escudella, los sofritos con la cebolla muy pochada, los pies de cerdo con nabos en otoño, las habas estofadas al principio de la primavera... -se deja llevar Joan-. Cuando hacemos un plato de referencia tradicional, el propósito es mejorarlo de algún modo: si estaba más rico como lo hacía la yaya, no lo tocamos. Esos platos solemos dárselos a probar a mi madre, que se limita a decir 'es bo' o 'no es bo'». Así ha surgido, por ejemplo, su cordero con pan y tomate, basado en esos trocitos de carne que la abuela les cortaba con tijeras para que los comiesen con los dedos. Otras veces, la inspiración puede venir de un viaje -Jordi ha destilado pachulí y sándalo que se trajo del Amazonas- o incluso de un vino: «Viene Josep y dice: este vino huele a miel de acacia, a manzana verde, a champiñón crudo, y va muy bien con unas ostras... De ahí salieron nuestras ostras al chablis».
La capilla del vino
En realidad, Josep es capaz de decir muchísimo más sobre cualquier vino. A él le gusta definirse como camarero, y ahí vuelve a asomar el niño de bar, pero se trata de un camarero refinado y erudito que guía a los clientes en un viaje casi místico por la bodega, donde ha organizado cinco capillas consagradas a sus zonas favoritas. Cada una tiene su pantalla para mostrar paisajes, su música -en la del jerez, por ejemplo, suena el cantaor catalán Miguel Poveda- y una artística naturaleza muerta que refleja la personalidad del vino correspondiente. «Es una manera de enseñar la bodega sin ostentación, porque me preocupaba que la gente se quedara sólo con un concepto de cantidad. El vino es mucho más que gusto a avellanas, mucho más que diacetilo. A veces, siento que me hace trascender... -sonríe, un poco avergonzado-. Soy muy raro, yo».
-¿La gente ya disfruta el vino como es debido?
-En esta casa se le ha echado gaseosa a un Vega Sicilia, pero no lo serví yo. Bueno, yo ni siquiera lo miré.
A las doce y media, ya es hora de comer para el equipo de El Celler de Can Roca, que ha de saciar su hambre antes de alimentar a los demás. Para ello se organiza una peregrinación casi simbólica: jefes y empleados salen a la calle, con sus chaquetillas blancas deslumbrantes al sol de mediodía, y recorren las dos calles que les separan de Can Roca. Allí, bajo la mirada de unos jubilados del barrio que se están tomando el vermú, las tres estrellas de El Celler engullen con ganas los riquísimos macarrones que les ha preparado su madre.