No la toquen más, que así es la naturaleza
Actualizado: GuardarLa playa de Santa María del mar, también de Las Mujeres y Los Corrales, es una playita bien definida, inmediata al barrio de Santa María por su lado W, que en el siglo XIX albergó baños exclusivos de mujeres y que tiempos atrás contó con un corral de pesca, el corral de Atero, que el maremoto del XVIII borró para siempre. De ahí sus nombres y de ahí que la Sociedad Gaditana del Folklore, con la presidencia honorífica del eminente Demófilo, recopilara la siguiente letra flamenca alusiva al «corral» y a la vigilancia que se hacía desde lo alto: «Niña, si te vas a bañar / no lo hagas en Los Corrales, / que en lo alto de la peña / están los municipales».
La peña a la que se refiere la copla, posteriormente llamado El Picacho, era el acantilado arcilloso, el último que el litoral urbano de Cádiz conservó hasta bien avanzado los años ochenta, que establecía el límite natural entre Santa María del Mar y La Victoria y que la película El Amor Brujo le dejó colocada una cruz. Dos espigones artificiales, de estilo costasoleños y que no han cumplido el fin para el que fueron construidos luego, delimitan hoy a Santa María.
Una segunda circunstancia deslindaba ambas playas: la línea de pleamar comprendida desde el Cementerio hasta el acantilado, que hacía que allí, en el nexo de unión de ambas, no existiera playa alguna, salvo en marea vacía, claro. Por eso el lienzo de muralla comprendido desde la Escalerilla de piedra (a la altura de Barra 7) hasta el acantilado (donde hoy está el minarete con los restos arqueológicos), estaba defendido por bloques y se pescaba desde arriba. Precisamente por ello, dicha franja marítima era la llamada «zona libre», donde en bajamar los procelosos guardias de antaño toleraban los deportes de pelota y no te multaban por su práctica.
Justo delante de ese pequeño tramo litoral; ese limbo intermareal, con aspecto de playa, sólo -insisto- durante las horas que duraba el reparo de la marea, había (hay) enfrente un conjunto de rocas, un valiosísimo roquedal que arrancaba -y aún lo hace, aunque en parte sepultado bajo arena- desde el mismo pie del acantilado en dirección S-N.
Este conjunto de piedras, llamado genéricamente Los Cabezos o Punta de Poniente, constituido por multitud de lajas, canalizos y pozas, alberga un ecosistema singular de flora y fauna, y cuenta, como principal demostración de su valía y gran biodiversidad, con el hecho de haberse recolectado allí varias especies descritas para la ciencia, únicas en el mundo, de nudibranquios (psinotecus gaditanus), por el profesor Lucas Cervera de la Facultad de Ciencias del Mar.
Mas todo cambió una mañana gris de febrero de 1991 cuando la primera gran «regeneración» de arena -repárese en el entrecomillado- sepultó la mayor parte del roqueo, a pesar de las protestas de un grupo de ecologistas que tratamos de impedir lo que, por desgracia, demandaba la locura colectiva: una playa en donde nunca la hubo; es decir, una profanación a un espacio de peculiaridades ambientales y paisajísticas. La Junta, sin explicar por qué, no quiso declararlo monumento natural, y tras la nefasta «regeneración» murieron sepultadas toneladas de crustáceos, alevinaje de todo tipo, singularísimos ejemplares de cangrejo sastre, moros, zapateros..., de ofiuridos, aquellas estrellas que «movían» sus brazos; de raros blénidos rojos y azules, del escaso santiaguiño, de bodiones «recostados», de liebres de mar y gitanillas que «bailaban» y grandes ermitaños rojos en simbiosis con ortiguillas, junto a gorgonias, cardúmenes de borriquetes, de herreras, safíos y morenas que daban nombre a sus piedras...
Muy en su contra se mantiene en la actualidad, a contracorriente y a toda costa (nunca mejor dicho), una mini playa, absolutamente ficticia, sin que seamos capaces de darnos la vuelta, esto es, cambiar el ángulo de visión y mirar y admirar lo que tenemos a nuestras espaldas: un espacio rocoso de enorme valor, «puesto» ahí para todos nosotros; para nuestros hijos y para los vástagos que nuestros hijos tengan. Un espacio en el que cada quince días la marea nos enseña generosa, magistrales lecciones de biología, con aromas, con sonidos, con mucha vida animal y vegetal.
La naturaleza, bastante más sabia y sutil que la necedad humana, está haciendo el resto: recuperar su línea de pleamar y recuperarla por donde no es, por donde nunca fue Santa María del Mar, aclarémonos de una vez por todas. Aquello no era playa; es más, nunca lo fue, por eso no había acceso; la escalera de caracol fue una consecuencia -muy interesada, por cierto, a poco que se escrute por la mirilla del tiempo- construida después del relleno de arena indiscriminado. Este espacio no va nunca a regenerarse; antes bien lo están degenerando con este tipo de acciones, sumamente costosas del erario público y que la mar siempre se encargará de llevarse, por los siglos de las olas.
Cádiz tiene kilómetros y kilómetros de playas arenosas, de Torregorda a La Caleta, de Cortadura al Chato, de Santibáñez a La Gallega, y tiene una franja, de apenas 50 metros, que clama su conservación y la preservación de su naturaleza rocosa a la que se le está faltando el respeto. Echar arena allí es una auténtica brutalidad, tan costosa como inútil, y Costas lo sabe; y si alguna vez se le olvida hay que recordárselo. ¿Dónde estaban los que ahora demandan arena cuando en 2008 las excavadoras de la Junta destrozaron, literalmente, la Laja del Paso para canalizar la tubería?
¿Por qué durante todo el verano de 2009 el ayuntamiento no ha retirado las peligrosísimas piedras rotas que por esta acción se multiplicaron? Respondo: porque interesa una pequeña pseudo playa, de apenas veinte años de existencia, inventada e irrespetuosa con el medio ambiente, acorde con el botellón de las barbacoas, que vomite contaminación lumínica, de chiringuito, kiosko que sonríe y mucha zona azul. Grosso modo; con dos eses... Sí.