Opinion

¿Tiene Europa la autoestima baja?

El autor lamenta que la UE haya preferido para su alta representación a dos «mandados sin peso propio», en vez de aprovechar todas las potencialidades que ofrece la Unión

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Tiene Europa la autoestima baja y por eso se conforma con unos dirigentes tan poco atractivos como Herman van Rompuy y Catherine Ashton? Es lo que pensamos cuando un amigo o una amiga aceptan un trabajo por debajo de lo que valen o una pareja menos inteligente o interesante que ellos. Esperábamos mucho, dos figuras capaces de representar a Europa. Blair no valía, dicen que González no ha querido, Miliband cree tan poco en la Unión que prefiere su posibilidad incierta de llegar a primer ministro. Pero, ¿imaginábamos así la cara de Europa?

El problema, claro, no es de apostura. Pedro Solbes no es precisamente Adonis, pero ha sido un buen comisario europeo, un buen vicepresidente y en una encuesta jocosa de hace unos años era el preferido entre las diputadas para una «relación estable». Es verdad que las competencias reales -sobre todo las del presidente del Consejo- no son tantas. Pero la política se hace también con símbolos: una buena elección debía facilitar que nuestro peso político se acerque al económico y acabar con la gracia atribuida a Kissinger(«No sé a quién tengo que llamar cuando quiero hablar con Europa») poniéndole cara y un móvil a la Unión.

Van Rompuy debe de ser hábil tejiendo compromisos y coaliciones, pero su currículum parece el de un italiano de la Primera República: un tipo astuto, capaz de una buena filtración a tiempo, de moverse en la sombra. Cuesta creer que oculte un carisma considerable tras su aspecto de astrónomo excéntrico de un libro de Tintín. Escribe 'haikus', una afición curiosa; pero más que la prueba de ser, como se ha escrito, un espíritu bello y un intelectual amigo de las bellas artes, parece un adorno típico de los detectives de novela: Nero Wolfe colecciona orquídeas, el inspector Morse adora a Wagner, lo de los 'haikus' le pegaría a Hércules Poirot, otro belga famoso. El propio Rompuy ha dicho que siempre ha hecho política y no puede imaginarse otra cosa. Su lema -diálogo, unidad y negociación- vale para la Unión como para la desunida Bélgica. ¿Pero quién va a proponer lo contrario: introversión, desunión e imposición? Saber que su prioridad es la economía y «lo demás son ensueños» seguro que encanta a Cohn-Bendit, que ya ha dicho que Europa alcanza un nuevo mínimo histórico con estos nombramientos.

La prensa británica tampoco colma de elogios a Lady Ashton: es tranquilizadoramente aburrida e irrelevante, sin carisma o experiencia en política exterior, ha hecho una carrera política mediocre sin haber competido nunca en una elección, será una catástrofe de primera clase. En los Lores ayudó a evitar el referéndum sobre el tratado de la Unión que habían prometido los tres partidos; llegó a ser comisaria porque nombrar a un parlamentario europeo hubiera obligado a una elección parcial. ¿Vale con eso para negociar con Rusia o Irán, para jugarse los cuartos con Hillary Clinton, para presidir las reuniones de unos ministros que apoyan en el suelo, junto a sus carteras, unos colmillos retorcidos de varios palmos de longitud?

No sabemos por qué han llegado tan alto. O, peor, nos lo imaginamos: no porque sean los más adecuados para encabezar la Unión, sino para que no estorben con iniciativas o un criterio independiente, para que no hagan sombra. La Unión no es un prodigio de transparencia, pero este sistema de designación se lleva el murciélago de oro: el proceso ha sido penoso; los criterios decisivos, la cuota partidaria, geográfica y sexual; el resultado, un clásico ejemplo de la teoría de juegos en que se impone la tercera o cuarta preferencia de los participantes. Obama fue elegido en un largo proceso al final del cual le conocía cada elector, Rompuy en una cena porque era tan desconocido que aún no había hecho enemigos; Ashton era la tercera opción de Gordon Brown. El resultado es malo democráticamente, porque no persigue los fines proclamados y nadie ha dado explicaciones, y en su eficacia: el resto del mundo esperaba dos grandes figuras, pero Europa "prefiere ser una Suiza de talla extra-grande" y seguir perdiendo influencia.

El fracaso es en parte de comunicación: la retórica de la reforma y el relanzamiento de la Unión habían levantado unas expectativas que quedan insatisfechas. Pero se analiza mejor desde el viejo Derecho Administrativo, hoy en retroceso frente a una política que lo quiere todo: el poder, los puestos y quedar bien. Es la consecuencia de un mal procedimiento, que no asegura que se logre el fin perseguido; de una mala definición de éste, que en el plano justificador era "un gran trabajo de dirección y representación", pero en realidad es un episodio más de la guerra eterna por las cuotas de poder en la Comisión. Que triunfe la pequeña política sobre la ambición es una pésima señal sobre lo seriamente que se toman nuestros dirigentes la reforma de la Unión. No es esta lógica mezquina lo que la mantiene viva, lo que puede impulsarla de nuevo. La opacidad burocrática como método político nos deja muy por detrás de la capacidad norteamericana para renovar sus élites cooptando a los de más talento.

No es un problema de autoestima: sabemos lo que nos conviene, no nos conformamos con esto. Sabemos que quienes han tomado esta decisión no han cuidado el interés europeo, más -o menos- cuanto más relevante haya sido su parte en ella. Vemos sus razones tras las justificaciones vacías y pomposas: prefieren tener dos mandados sin peso propio en vez de echar mano del caudal de talento y buena voluntad que hay en Europa. Conviene no olvidarlo, porque si nos deprimimos o nos desentendemos, les habrá salido redondo. No se lo pongamos tan fácil. No perdamos de vista lo que importa la Unión para nuestro futuro, para que Europa tenga un futuro relevante. Además, ¿de verdad nos escandaliza tanto? ¿Sólo ocurren estas cosas en la UE?