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Un viaje lento pero sin retorno

La UE ha necesitado veinte años de discusiones hasta consensuar el Tratado de Lisboa

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Europa cambia el martes la horma de sus zapatos: entra en vigor el Tratado de Lisboa aunque algunas de sus provisiones, por ejemplo, las relacionadas con el voto en el Consejo de Ministros, se retrasarán hasta 2014 y en determinadas circunstancias no podrán ser plenamente invocadas hasta 2017. Pero ésta es una reforma trascendental. Se trata de la culminación de casi dos décadas de trabajo, pues la idea de la Unión Política, subyacente en el nuevo Tratado, salió del arcón del olvido junto con la formulación de la Unión Económica y Monetaria, en 1991. Algunos querrían que la nueva pisada que la UE estrena fuera la de unas botas de siete leguas, pero como otros deseaban verla resumida a la mera expresión de unos pies de loto, Europa ha conseguido construir uno de esos consensos imposibles que parecen camellos de tres gibas, entre las que encuentran acomodo posaderas de muy diferente condición. Es toda una caravana de camellos de tres gibas la que la semana pasada inició su marcha por el mundo, con la apuesta política más importante del continente en casi cuatro lustros sobre sus lomos. Y es un viaje sin retorno.

Se han enumerado hasta la saciedad las principales modificaciones que el Tratado de Lisboa introduce en la operativa comunitaria, de la misma manera que es ya un lugar común la idea de que, con su nuevo modelo de gobierno, Europa intenta responder al cambiante escenario de influencias en el mundo globalizado. De una u otra manera habría que concluir que una adaptación que requiere una veintena de años para materializarse no lo es tal, sino, si acaso, una ligera erosión en la superficie de un fósil antediluviano. Quienes defienden la validez de Lisboa para los tiempos que corren replican a estas imputaciones afirmando que, precisamente con las nuevas normas, este género de parálisis no volverán a producirse.

La Europa del Tratado de Lisboa es lo más parecido a la Unión Política que la UE ha sido capaz de poner en marcha. Responde, esta Unión Política, a una percepción de origen esencialmente alemán, aunque compartida por otros países de voluntad federal como los del Benelux y por muchos nuevos adheridos, para quienes las instituciones comunes son la clave de su identidad en Europa. La idea, por supuesto, está en los orígenes mismos de la Europa comunitaria, pero cobró nuevos ímpetus cuando comenzó a discutirse el proyecto de Unión Económica y Monetaria, a demandas, esencialmente, francesas. En 1988, el entonces presidente del Bundesbank, Gerhard Stoltemberg, hizo público un sonado memorándum en el que se apuntaba que un banco central europeo como el que pretendía París. La moneda única que sería aprobada en 1998 no podía ver la luz sin una liberalización económica y monetaria mayor que comprendiera los movimientos de capitales incluso a corto plazo. Y, añadía Stoltemberg, que tampoco sería posible sin una reforma institucional mayor en las estructuras de gobierno de la UE.

Caída del Muro

La unión monetaria hizo su andadura y el euro vio la luz, aunque sólo como instrumento fiduciario de pagos, diez años después del memorándum de Stoltemberg. Pero la unión política se hizo esperar. En 1989 cayó el Muro y las prioridades para la Unión Europea, exceptuada la adaptación del marco económico, pasaban por asimilar a los dieciocho millones de germanos orientales que entraron en el ámbito comunitario por la puerta de atrás y en definir una ampliación por razones políticas, la que tuvo lugar en 2004, que daba término a la división del continente dictada tras la Segunda Guerra Mundial. En el tránsito, además, se produjo el desfondamiento definitivo de la Asociación Europea de Libre Cambio con la adhesión de la parte sustancial de lo que quedaba de ella a mediados de los noventa (Suecia, Austria, Finlandia).

La reforma institucional, considerada como acuciante prácticamente por todos los entonces socios, se hizo imposible en los debates que condujeron al Tratado de Amsterdam (1997) y aún al de Niza, pactado en una cumbre en diciembre de 2000, de la que Alemania salió garantizando la celebración inmediata de una nueva Conferencia Intergubernamental, porque el resultado obtenido en la capital de la Costa Azul no le satisfacía. De ahí vino la famosa Convención que convocaron los líderes europeos en la Declaración de Laeken (2001) y que se puso en marcha en 2002. Vinieron después la Conferencia Intergubernamental que redactó el proyecto de Constitución Europea y los referendos francés y holandés que la echaron por tierra en 2005, arruinando un consenso europeo que había costado levantar casi dos lustros.

El resto de la historia es más reciente: de las cenizas de la fallida Constitución resurgió un fénix que se denominó Tratado de Lisboa y que ahora entra en vigor, estableciendo nuevos equilibrios de poder en el mecanismo decisional de la Europa comunitaria y favoreciendo una toma de acuerdos más rápida. Un repaso a estos últimos veinte años parece justificar largamente los cambios realizados.