vuelta de hoja

Manual del buen espía

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Los antiguos espías eran más reconocibles. No declaraban su profesión en el carné de identidad, pero iban todos uniformados: gafas negras y gabardinas blancas. Se notaba que preferían pasar advertidos. Los actuales, popularizados a través de las novelas de Le Carré, son unos tipos desvaídos, discretamente alcohólicos, a los que suelen ponerles los cuernos su mujer con otro espía, que por cierto es íntimo amigo suyo. Los modernos medios han influido mucho en el cambio de estilo: hay anillos que ocultan una cámara fotográfica y alfileres de corbata con audífonos capaces de registrar conversaciones no ya en la mesa de al lado, sino en la mesa del café de enfrente. Lo peor no es que las paredes oigan, sino que después van y lo cuentan.

El Gobierno tiene previsto actualizar el reglamento legal de las intervenciones telefónicas y actuaciones judiciales con las nuevas tecnologías, que ya no son tan nuevas. El revuelo motivado por el PP con motivo del sistema Sitel no es ajeno a la aceleración del Ejecutivo, que quiere que Justicia ultime la Ley de Enjuiciamiento Criminal para el próximo año. Urge saber qué hacen los demás, incluso lo que les dicen los presos a sus abogados que lavan su dinero (el de los reclusos, no el de los abogados) hasta dejarlo blanco, blanquísimo.

La confidencialidad ha muerto. Los Estados son pulpos, pero mientras éstos se limitan a ser octópodos, los Gobiernos cuentan con muchos más tentáculos y además nunca están cruzados de brazos para lo que les conviene. Orwell lo vio venir. Pronto se creará un servicio de espionaje para vigilar a los espías. Todos somos sospechosos en principio de algo, incluso de tener unas gotas de sangre morisca o judía o de cristianos recientes. Incluso se sospecha de los que no infunden la menor sospecha.