vuelta de hoja

Cerco al ruedo ibérico

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Qué quieren que les diga? A mí me gustan los toros. Hasta el punto de que no me importaría que mi hipotética acompañante fuera con minifalda, o bien ataviada sólo con sus lunares. ¿A qué vienen esos furibundos ataques contra las corridas, que ya se han prodigado sin éxito en otras épocas? Al parecer hay gentes respetables que no admiten gustos ajenos a los suyos. No deja de ser una forma de faltarnos al respeto. Consideran depravados a quienes aprecien el voluntario duelo entre una persona de luces y el tótem ibérico. Una lucha antigua y voluntaria. En la ruleta de las plazas se juega a la suerte y a la muerte, pero no es obligatoria la asistencia. Los toros se acabarán cuando no haya nadie que saque una entrada ni en la taquilla ni en la reventa.

¿Eran acaso unos sádicos Goya, Picasso, Alberti, Bergamín y tantos otros que se complacían presenciando la lidia de lo que Quevedo llamó «furia armada»? Gerardo Diego me encargaba para la feria de San Isidro entradas difíciles. El gran poeta no podía adquirir un abono, ya que su sueldo de catedrático no le daba para tanto. José Antonio Medrano nos auxiliaba para escoger, sobre los carteles, las tardes que prometían momentos gloriosos, pero nos equivocábamos. «Corrida de expectación, corrida de decepción», dicen los taurinos. Por fortuna, el espectáculo «bárbaro y hermoso» sigue teniendo ilustres defensores. Pere Gimferrer acaba de firmar el manifiesto promovido por la Plataforma en defensa de la fiesta.

«Prohibir los toros atenta contra la libertad», ha dicho. Y mi amigo Juan Manuel de Prada, que era grande desde que yo le conocí de chico, defiende, con la gallardía que le otorgan sus convicciones, esa estatutaria fugitiva que llamamos toreo. Pasa por momentos difíciles. Hay talibanes infiltrados hasta en el mundo del espectáculo. ¡José Tomás, sálvanos!