LA TRINCHERA

Guerra Santa

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Cualquiera, con dos dedos de frente y algo menos de dignidad, tiraría la toalla. Uno se lo espera de trabajadores fogueados, de veteranos del andamio o del olivo, de currantes abducidos por el espejismo de las carteras gruesas, del colegio exclusivo y el cochazo en la puerta. Pero cuesta aceptarlo cuando son los mismos que compartieron contigo patio, pizarra y pupitre, gente más o menos inteligente y formada, a los que la decepción o el miedo les ha llevado a cambiar de trinchera, manipular el discurso, disfrazar el egoísmo de necesidad.

Se dice en los pueblos que este año habrá bronca en la aceituna de Jaén y en la fresa de Huelva. Los empresarios del campo quieren que los contratos en origen a inmigrantes marroquíes se dupliquen. No es que se hayan vuelto solidarios de pronto, sino que les conviene. Les pagan menos. No hay convenio colectivo. Los moros aceptan vivir en cuchitriles sin luz ni agua, con paredes remendadas y techos de uralita. Para ellos, tres meses largos de campaña aquí sigue siendo una cuestión de pura supervivencia. Agachan la cerviz y aplauden la coyuntura. Como haría usted. O yo.

El problema es que una legión (muy cabreada) de trabajadores nativos se quedará sin peonadas. Así que algunos sindicalistas están llamando a la guerra santa. El premio para el ganador, dicen, es el pan de sus hijos. Otros militantes, incluso de las mismas siglas, advierten del error de fondo: «Nos estamos equivocando de enemigo». Y continúan, de cortijo en cortijo, hablando de solidaridad obrera, predicando en el desierto contra esa epidemia de sordera colectiva.

Con dos dedos de frente y algo menos de voluntad, les decía, tirarían la toalla. Por suerte, los sindicalistas ingenuos, obsesionados por defender un ideal, siguen siendo unos pocos. En las noticias veremos si, además de honestos, son suficientes. Les adelanto, a tenor del ruido de sables, que no.