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La herencia del pastor

MANUEL ALCÁNTARA
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Hay una pugna entre Orihuela y Elche por los bienes de Miguel Hernández, que tantos males acumuló en su corta vida. El portentoso poeta, que sospechó desde muy pronto su sino trágico y la ronda de un carnívoro cuchillo «de ala dulce y homicida» quizá nunca pudo sospechar que le pudiera pasar esto ahora, a los 67 años de residencia en la muerte. El rayo que iluminó su existencia no ha cesado y ahora su legado, que son sus versos, no sólo están en las antologías, sino en las notarías.

Era el niño más pobre del mundo cuando contemplaba sus abarcas vacías los días de Reyes. No vinieron los monarcas de Oriente a su ventana, pero un arcángel le tocó la frente y otro el insumiso corazón. Su amigo Pablo Neruda le describió como un pastor de cabras que tiraron al monte del Olimpo y como un ruiseñor manchado de naranjas, pero su incorruptible canto está en manos de los abogados. En vísperas del centenario de su nacimiento ni las instituciones, ni los editores, ni los herederos saben a quién pertenece su milagrosa obra. ¿Quién pagará más millones por esos mil y pico de folios manuscritos? ¿Y por los juguetes que le hacía desde la cárcel a su hijo? Hay cartas de Lorca, de Vicente Aleixandre, de Buero Vallejo y de muchos más, pero el tesoro está siendo disputado, como cuando él hablaba de que comía «un pan reñido».

Recuerdo cuando el poeta Leopoldo de Luis y yo le llevamos unas flores a Josefina Manresa, su viuda. Tenía un modestísimo taller de costura en Elche. Era una mujer muy triste y muy hermosa. Quizá no tuviera una clara conciencia de quién fue su marido. Cuando me atreví a preguntarle cómo era Miguel me dijo:

Siempre estaba con sus versicos.

Después sonrió con tristeza y volvió a la Singer. Tenía trabajo.