EL AVATAR

Vidas marcadas

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Nunca imaginó que acabaría en aquel lugar. La vida que había construido se vino abajo lentamente. Tenía la relativa tranquilidad de quien se ha liberado de la opresión. Pero a la vez sentía que había abandonado. Lo había dejado todo. También a su hija. Sólo el pequeño podía acompañarle. Emprendió la huida con miedo. Era la única salida posible para escapar de esa situación límite. Llegaba casi con lo puesto, sin dinero. Allí contaba con una fría habitación y una cama no demasiado confortable. Pero no importaba. En ese piso convivía con otras mujeres que estaban en idéntico trance. Todas trataban de recuperar su autoestima, de salir a flote y volver de vivir dignamente. Luchó durante meses y encontró un trabajo. Hasta que él supo dónde estaba. Entonces no se hundió sino que volvió a cambiar de aires. Ahora, aún con miedo trata de ser feliz. Ha conseguido tener a su lado a sus dos hijos. Trabaja todos los días para pagar su casa y procura no recordar que cierto día tuvo que abandonar el que fue su hogar.

Es una víctima más. Una de tantas que sufre la violencia de los que dicen que son sus compañeros. Como otras mujeres no ha querido nunca denunciar su situación por temor a las represalias, porque no desea que sus hijos queden marcados para siempre. Ellos son lo más importante de su vida. Por eso no comprende que un juez decida sobre las visitas de un maltratador a aquellos que son el centro de su existencia. Porque en la mayoría de los casos los magistrados no tienen medios ni pueden valorar acertadamente la problemática. Y es mejor evitar que los menores pasen miedo antes que mantener un régimen de visitas como norma.