análisis

La Unión en serio

PROFESOR DE CIENCIA POLÍTICA Y DE LA ADMINISTRACIÓN, UNIVERSIDAD DE GRANADA Actualizado: Guardar
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La incertidumbre se apoderó de los pasillos comunitarios a escasas horas de la elección del Presidente estable de la Unión Europea y del Alto Representante de la UE en Asuntos de Defensa y Seguridad Común y, a la postre, Vicepresidente de la Comisión. Parece obvio que el carácter de quienes serán investidos con tales responsabilidades habrá de marcar el devenir de los asuntos públicos europeos en los próximos años y, lo que es más importante, la percepción que los ciudadanos hayan de recibir del papel de la Unión, de su fortaleza o precariedad. Sin embargo, lo que está muy seriamente en juego es el dilema entre apostar por una Europa más integrada y unida o mantener la mera confederación de intereses nacionales que ha permanecido hasta el momento. Se trata, en suma, de conocer las verdaderas intenciones de los fortalecidos estados-nación tras la crisis económica, a la hora de proyectar una creciente, más sólida, sustantiva y compleja soberanía comunitaria para el futuro.

Por lo demás, este jueves marcará un mero primer paso en la puesta en funcionamiento del Tratado de Lisboa, toda vez que parece contar con el beneplácito de los 27 ejecutivos comunitarios superadas ya las postreras reticencias de irlandeses, polacos y checos. Dicho Tratado presenta una serie de argumentos que conviene destacar, pues no son sino las líneas directrices por las que habrá de transitar la labor de la Unión en los próximos años. Consciente de la debilidad en la praxis comunitaria de ciertos aspectos, el nuevo texto pretende reforzar los flancos más débiles del proyecto europeo. Así, se requiere una Unión más eficaz, con procedimientos más simples, entre los que la elección de una Presidencia estable es sólo una parte; procedimientos más democráticos para hacer frente al notorio déficit de legitimidad; mayor transparencia en la toma de decisiones y en la presentación de resultados; mayor unión y cohesión en la escena internacional –aquí entra la elección del Alto Representantes en asuntos externos-; y el refuerzo de la seguridad física así como el impulso a nuevas estrategias energéticas sostenibles.

Pero los buenos propósitos del Tratado no pueden obviar la realidad presente del espacio colectivo compartido. Los fastos del vigésimo aniversario de la caída del Muro no han disipado las sombras –viejas y nuevas- que se ciernen sobre las loables y renovadas pretensiones de la nueva norma. A la ya reconocida ausencia de legitimidad popular -la honda y creciente brecha entre ciudadanos y políticos es todo un hecho-, se adhieren los importantes desafíos a la seguridad como el crimen organizado, la inmigración ilegal o la injerencia rusa en asuntos militares y energéticos. Igualmente, hay que sumar los problemas derivados de las futuras ampliaciones. Si bien parece estar resuelta la inclusión de Croacia y Macedonia, y resultaría claramente bien recibida la llegada de Islandia o de Noruega en un futuro, se presenta mucho más problemático el ya perpetuo dilema turco o la potencial y futura vinculación de otros territorios como Ucrania, Serbia o Albania.

Pero, sobre todo, las dificultades más imponentes y difíciles de abordar son las relacionadas con la construcción de una abrazada y compartida identidad europea, que ni tan siquiera habría de ser europeísta. El euroescepticismo de los otrora entusiastas y el antieuropeísmo de muchos antiguos euroescépticos disponen un panorama desalentador. El despertar del ultranacionalismo conservador en muchos de los países postcomunistas que se incorporaron en 2004, la escasa sintonía con la idea de Europa de muchos de ellos junto al atlantismo recalcitrante de otros, y la tibieza identitaria a nivel europeo de los más no perfilan un porvenir halagüeño. En el necesario sacrificio de parte del orgullo patrio, no todos están dispuestos a inmolar la misma cantidad de ofrendas ante al altar de la Unión. A su vez, las discusiones sobre el legado religioso de Europa y la presencia de la fe en la esfera pública ensimisman a la ciudadanía en trifulcas domésticas que rara vez relacionan con Europa y con su necesario carácter abierto, plural, laico y multicultural de la misma. Y claro está, sin unos mínimos recursos identitarios el Tratado de Lisboa volverá a desaparecer entre la maraña burocrática de las oficinas del Edificio Berlaymont de Bruselas.

La cumbre de hoy es una oportunidad más del pueblo europeo, a través de sus representantes, para perseverar, con tenacidad y paciencia como sugirió hace ya casi 60 años Robert Schuman, en la búsqueda de un porvenir común que nos salve de la nefasta incomprensión histórica. Esta etapa tan trascendental va a estar guiada en buena medida por la presidencia española de la Unión, que comienza el próximo 1 de enero y que será una ocasión única para situar a España en el motor integracionista de Europa.