El secreto de Óscar lobato
Actualizado:Cuando cubría sucesos para cualquiera de los periódicos que tuvieron la suerte de emplearle, solía llegar a la escena del crimen mucho antes que el juez de guardia. Mejor dicho, parecía estar allí como si formara parte del paisaje, como si llevara años esperando que un cadáver sin rostro pero con alma orillase en una playa desierta, como si desde siglos antes hubiera aguardado a que un cabrón dejara de insultar a una mujer porque hubiera decidido matarla, o como si transcurriese toda una vida o varias desde que picara con el helicóptero del Servicio de Vigilancia Aduanera sobre el rib fueraborda de unos narcos en el Estrecho.
El secreto de Óscar Lobato no está en ese rostro de sospechoso habitual, surcado por una nariz que hubiera podido ser la de un boxeador sonado, la de un sargento de boinas verdes, la de un pezzonovante de Corleone o la de un amante despechado que mientras le aplasta la ventanilla trasera de un autocar contempla como su novia se fuga con otro en la última secuencia de una de esas películas en las sesiones raras que frecuenta con la escolta cómplice de Maribel, aquella convincente novia que no sólo logró llevarle al matrimonio por lo civil sino a unas clases de equitación de las que, en gran medida, ha salido su nueva novela, Centheaure, que ahora placea para regocijo de sus lectores y el jolgorio de sus amigos.
Cuando escribió y publicó su primera narración, Cazadores de humo, Óscar Sánchez Lobato volvía a dar aquella misma sensación de cuando era reportero; esto es, que estaba allí desde siempre, que desde la primera vez que se topó con un bloc de notas o un folio en blanco, no sólo alentaba en su bolígrafo la intuición del gacetillero sino la paciencia del novelista.
Es el hombre tranquilo al que todos nos gustaría tener al lado en caso de terremoto, incendio o descarrilamiento, pero al mismo tiempo también es el que no precipita la frase, el que no descuida el léxico, el que sabe que es importante no defraudar a ese par de ojos que miran de frente lo que otros han escrito y deciden dedicarles un par de minutos, un par de horas, un par de semanas en llegar hasta donde más o menos alguien ha decidido colocar la palabra fin.
Estaba allí, seguro que estaba allí. El escritor Óscar Lobato, al igual que el periodista del mismo nombre, estaban allí desde que un tipo que se hacía pasar por Homero se alistó como periodista incrustado en el ejército griego durante la invasión de Troya. Tenía que estar allí, sin llamar demasiado la atención al turco, mientras José Luis Roca ametrallaba fotos de la batalla de Lepanto y entre ambos le hacían un torniquete en el brazo a un tal Cervantes, que terminó perdiéndolo porque aquello era una chapuza. Lo más probable es que él estuviera de cierre cuando llegó al periódico a las tantas Benito Pérez Galdós gritando que parasen las rotativas, que él traía una noticia exclusiva a la que iba a llamarle Episodios Nacionales.
Él miraba a John Reed con una cogorza de tequila, conversaba con John Dos Passos en la Valencia republicana, se carteaba con Manuel Chaves Nogales en Sevilla y, en silencio, admiraba a Fernando Quiñones cuando llegaba a la redacción de Diario de Cádiz trayendo un folio del mejor periodismo y de la mejor literatura, manchado con goterones de anís del mono y miguitas de tortas de Inés Rosales. De no ser así, el cabrón de Óscar Lobato no escribiría también. Escriba lo que escriba, con todas sus castas.