Mariposas muertas
Actualizado: GuardarCada vez que se nos muere alguien, nace algo para vivir por siempre en nosotros. Nace ese algo para quedarse, como un ente que se hace sombra de nuestro cuerpo, implacable en su presencia e inalterable con el paso del tiempo. Es curioso y, cuando menos esperanzador, comprobar cómo ese ente va transmutando su sentir; nace siendo un ser terrible, rasgador de carnes y mortífero con el alma. Nos roba el aire que respiramos, el sabor del paladar y hasta el paisaje que nos rodea. Nos difumina los colores, nos desborona las ilusiones, nos derrite las fuerzas y nos apuñala el estómago. Ese es nuestro nuevo inquilino, ése que nos hace cautivos de su diabólico antojo.
Pero ese dolor, ese profundo sentimiento termina mostrando algo de piedad. Existe algo de piadoso en la muerte, y es ese factor el que crece, como esa música siniestra que armoniosamente se torna en bella melodía, prudente en su paso pero seguro en su destino. Vemos, oímos y sentimos cómo aquel ente quiere darnos un poco de agua en su desierto y cómo nos da aliento en nuestro padecer. Vuelven los recuerdos del amor perdido, como vuelven las flores en primavera; vuelven los olores añorados, vuelve el dolor a transformarse en belleza. Y pasa el tiempo, y ya no podemos, y más aún no queremos, que ese ente nos abandone, pues con él nos enriquecemos. Nos aferramos a él con fuerza y hasta nos ayuda a levantarnos cuando caemos, a creer en la fe perdida. Es, en todo caso, nuestra soledad más sola, esa soledad que nos acompaña para hacernos la vida menos dura. No debe uno vivir de recuerdos, se debe mirar adelante, pero sí es maravilloso tenerlos presentes e incluso alguna que otra vez amarlos. De la deprimente muerte puedes hallar al final un halo de luz. Vive la muerte, cual mariposa que se sabe transmutar para inventarse a sí misma, de gusano a capullo, y así renacer para volar mariposa.