EL JEME

En el pellejo del otro

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Hace algún tiempo leí que los gorilas se representan el pasado delante suya, porque ya lo conocen, y el futuro detrás, porque lo ignoran. Justo al revés que nosotros que ubicamos el pasado a nuestras espaldas. Debe ser por eso que lo olvidamos tan rápidamente. Quizás en este atavismo radique la explicación de alguno de los males sociales que padecemos, no en vano se dice que las sociedades que olvidan su pasado están condenadas a repetirlo.

Algo así nos está pasando con la corrupción, pues parece como si a fuerza de olvidar cada episodio, nos viéramos en la necesidad de reiterarlos, habiendo acabado por convertirla en un endemismo nacional. Por eso también resulta sorprendente que aún nos asombre el nivel de corrupción que azota a nuestra sociedad, y empleo este término con toda intención, pues entiendo que la corrupción política no es más que el grado magíster de la corrupción en general.

¿Por qué ocurre esto? Se preguntan estos días sesudos antropólogos, sociólogos y parapsicólogos. Pues sucede porque desgraciadamente está en el tuétano de nuestra sociedad. Comienza el día que consideramos que está bien atravesar la Avenida por donde queramos, al tiempo que, cuando nos convertimos en conductores, nos irrita que los peatones hagan lo mismo. Continúa cuando nos molesta que alguien no respete una cola, pero cuando en el Hiper se abre una nueva caja para aliviar la espera, no vacilamos en movernos rápidamente para intentar ganar un par de puestos, y culmina cuando criticamos severamente los chanchullos ajenos, pero no dudamos en considerar legítimo el engaño a Hacienda para ahorrarnos unos euros. Lo paradójico es que nos indignamos por lo que está sucediendo, mientras practicamos con persistente discreción la regla fundamental del julandroneo: «mejor pa mí que pa ti, aunque tú tengas más derecho que yo».

El otro día explicaba a mis alumnos la diferencia entre el concepto jurídico y económico de patrimonio, pues éste jurídicamente comprende todo aquello que nos pertenece, incluso un reloj de oro que hubiéramos perdido mientas nos bañábamos en la playa. Hubo una carcajada general ante el ejemplo, así que les pregunté que harían si se encontraran dicho reloj. Algunos respondieron que no podrían devolverlo porque no sabían quién era el dueño.

«¿Y si tuviera grabado el nombre del propietario?», repregunté.

«Pues que no lo hubiera perdido», contestaron los más audaces.

«¿Y si fueran ustedes quienes lo hubieran perdido?», insistí.

En ese momento el discurso cambió, oí hablar de la Oficina de objetos perdidos, de la obligación legal de... etc. Y es que no hay ejercicio más saludable que intentar ponerse en el pellejo de otro, para comprender que los que no nos parece mal cuando le sucede a los demás, nos lo parece cuando nos toca a nosotros. Creo que sería mucho más práctico que en lugar de que en el colegio se enseñe Educación para la Ciudadanía, se imparta una asignatura que se denomine Póngase en el lugar del otro. Seguro que otro, y no el mismo, gallo nos cantaría.