Televisión española
Actualizado:M i infancia son recuerdos de un televisor en blanco y negro donde asistíamos al espectáculo de una pantalla que, a modo de lienzo surrealista, plasmaba cada día las mil formas caprichosas que adaptaban las malditas interferencias: persianas, ecos visuales, superposición de imágenes, molestos aguanieves y hasta cegadoras ventiscas. Recuerdo que en aquella infancia televisiva de las dos cadenas, como sufridos surcadores del desierto de una escasa programación, sólo disfrutábamos de pequeños oasis de transparencia visual que, enturbiados por los imprevisibles cambios atmosféricos o por el insufrible abejorreo de una motocicleta, revelaban pronto su frágil naturaleza de espejismos.
Fuimos superando poco a poco aquellos difíciles inicios que discurrían accidentados desde la interminable carta de ajuste al himno nacional, y la televisión de todos, con el paso de los años y la llegada del color, fue asentándose con firmeza en el territorio de la claridad. Cuando menos los que no habitábamos en los grandes núcleos de población, hubimos de soportar no obstante la repetición de toda aquella terrible secuencia de tormentas catódicas cuando las televisiones privadas irrumpieron en nuestras vidas con la promesa del auténtico disfrute televisivo, pero claro las privadas anteponían el objetivo de su propia rentabilidad a la buena calidad de imagen para el conjunto de la nación. TVE mientras tanto perseveraba con éxito en su camino de ir ensanchando los límites de su programación y llegar con nitidez hasta el más perdido rincón de este país, bajo el asumido lema de la Nuestra.
Así hasta que coronamos por fin la cumbre de las veinticuatro horas de programación con la garantía de la más cristalina de las imágenes. Bajo el socorrido argumento de la guerra competitiva, TVE comenzó a incluir en su menú idéntica bazofia a la de las privadas, pero al contrario de nuestra inteligencia cuando menos nuestros ojos no sufrían. En ese punto se planteó el reto de dar el salto de calidad desde la analógica a la digital y todo hijo de vecino hizo, sin apenas rechistar, el correspondiente desembolso para la adquisición del TDT, con el que entraríamos por fin en el paraíso de la imagen. Tal fue el éxito que ya para el próximo abril se nos anuncia el apagón analógico, como quien de dispone a hacer borrón de un pasado execrable. Pero resulta que ahora TVE, con todos sus perifollos digitales, no se ve, cuando menos donde yo resido. La Nuestra, ahora, no se ve. Virgencita déjame como estaba, parece ser en este momento el grito unánime de todos los que ya vislumbran abril como el mes de la ceguera.
Personalmente hace tiempo que no acostumbro ya a beber en la revuelta charca televisiva, pero me parece kafkiano que, bajo la permanente sospecha del interés puramente comercial, nos hayamos pasado de rosca de tal manera que hayamos vuelto ahora al principio. Me dirijo a la Defensora del Espectador de TVE para manifestarle estas cuitas y ella me responde cortésmente redireccionándome (por mantenerme fiel al léxico informático) a la empresa privada a la que TVE le tiene encomendad la tarea de la distribución de la imagen, para que le transmita a aquélla mis angustias. Como si te fueras a quejar a una empresa ubicada en Internet de la mala calidad del producto adquirido y esa empresa, en el colmo del cinismo, te señalara al mensajero como verdadero responsable. Con estos argumentos entró en comunicación de nuevo con la Defensora y, a estas fechas, aún continúo esperando su amable respuesta.