LOS LUGARES MARCADOS

El tiempo y el reloj

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Dice una sentencia árabe, que he escuchado en boca de amigos marroquíes y tunecinos, y que me figuro que proviene de los sabios beduinos: «Vosotros tenéis el reloj; nosotros tenemos el tiempo». Cuando uno llega a ciertos lugares donde la vida es más morosa, más reposada, entiende esa frase. Nosotros (los occidentales urbanitas, me refiero) medimos el tiempo, lo compartimentamos, lo repartimos, lo dosificamos como los ingredientes de una fórmula magistral, pretendemos controlarlo y ponerle nombres: la hora de fichar en el trabajo, la media hora del desayuno, los minutos de descuento, el cuarto de hora de retraso que nos incomoda. Pero quienes viven con un tempo más lento, quienes no miran las manecillas deslizarse sobre la esfera del reloj sino el itinerario del sol sobre la esfera azul del cielo -llámense hombres del desierto, campesinos de un pueblito de la sierra o cualquiera que esté en conexión diaria con la naturaleza-, tienen una visión de mayor alcance. Ellos tienen el tiempo porque no pretenden controlarlo. Tienen el tiempo porque no temen perderlo. Se acomodan a la naturalidad con la que el día se convierte en noche, a la tranquila simplicidad con la que se suceden las estaciones. La expresión «perder el tiempo» no tiene sentido para ellos y decir «el tiempo es oro» es redundante e innecesario. El tiempo es lo que es, eso que se desliza sin remedio, ese fluido en el que estamos embarcados y que no vamos a parar ni cambiar por muchos aparatos que inventemos, sean de arena, de agua, de engranajes y muelles o de circuitos de cuarzo y silicio. Yo quiero ser como esos hombres y mujeres que desechan el reloj y se quedan con el tiempo. Quizás así acabaré de entender otra sentencia que siempre me ha intrigado: «Hay un tiempo para todo debajo del sol». Ojalá sea cierto.