Pérdidas
Actualizado: GuardarNunca había sentido tanto como este año eso de que noviembre es el mes de los difuntos. Esa sensación de que con el frío y los días oscuros llega también la melancolía por las pérdidas, el recuerdo de lo que tuvimos, la frustración porque nada de eso se repetirá más, la añoranza de tiempos mejores, la certeza de que -nos guste o no- la vida pasa.
Las despedidas personales son dolorosas, a veces incomprensibles y muy injustas, y le remueven a una tanto por dentro que lo mejor es no recrearse en el sentimiento y tratar de pasar página. Pero hay otras, sin duda menos cercanas, que pese a la tristeza dejan al final un buen sabor de boca: el del legado de los que se marcharon.
Esta semana se me encogió un poquito el alma con la noticia de la muerte de José Luis López Vázquez, que me acompañó durante tanto años de afición al cine y con el que aprendí a reír -ese soniquete al decir las frases era tan genial-, pero también a sufrir y estremecerme. Y si han visto ustedes El pisito,Mi querida señorita o La cabina sabrán de lo que hablo. Hombre de celuloide y teatro, de escena, estaba claro que su muerte sólo podía acontecer el Día de los Difuntos, casi como si estuviera escrita en un guión.
Y un día después se apaga una de las miradas más lúcidas, inteligentes, serenas, amables, certeras y con más sentido del humor del siglo XX, la de Francisco Ayala, que fue testigo de todo un siglo con sus 103 años y al que yo descubrí hace 10 cuando decidí participar en un congreso su obra que organizó la Universidad de Sevilla. Allí constaté nuestra común afición al cine -otra vez el cine- y llegaron a mis manos sus brillantes obras -no sé cuántas veces he releído La cabeza del cordero-. Él mismo clausuró con gallardía y un magnífico don de palabra el evento, y me conquistó para siempre.
Adiós a todos.