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El escritor deja el enorme legado de su obra y su vida a las letras españolas. /I. GIL
SU OBRA

Ayala, el intelectual eterno

El escritor granadino fallece a los 103 años y deja tras de sí una obra narrativa y ensayística de enorme calado

CÉSAR COCA
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Desde hace unos años, Francisco Ayala hacía con algunas de sus visitas un singular ejercicio de humor negro: «Vamos a desconectar el teléfono para que no nos molesten», les decía. «Pero no mucho rato, no vayan a pensar que ya me he muerto». El autor más longevo de la literatura española, 103 años de lucidez, falleció ayer. Meses atrás dejó un texto, quién sabe si su testamento espiritual, en el Instituto Cervantes. Ese documento, que no podrá ser desvelado hasta el año 2057, es su único trabajo inédito. Ayala ha muerto sin dejar ningún otro papel en el cajón porque, como dijo en una ocasión, «no quiero que me saquen las vergüenzas». En las librerías y las bibliotecas deja, en cambio, una obra de extraordinaria dimensión, como corresponde a un autor que ha tenido una carrera literaria de longitud inverosímil: casi 80 años en los que se ha dedicado a la narrativa, el ensayo político, la sociología y las traducciones.

Ayala nació en Granada en 1906 pero a los 16 años ya vivía en Madrid. Criado en una familia profundamente vinculada a la cultura -su abuelo había sido rector de la Universidad de Granada-, se dedicó durante su adolescencia a la pintura aunque no queda ni una sola muestra de sus pinceladas. Destruyó todo lo que había pintado porque ya desde la juventud dio muestras de un perfeccionismo que también llevaría a la literatura y que le hizo tirar a la papelera muchas páginas.

Precocidad

Su carrera fue un ejercicio de precocidad: a los 21 años era profesor ayudante de Derecho en Madrid, luego se fue a Berlín con una beca y allí conoció a Hermann Heller, uno de los grandes sociólogos de la primera parte del siglo, y a Etelvina Silva, su primera esposa. Cuando el 18 de julio de 1936 Franco se sublevó contra la República, Ayala era letrado de las Cortes, catedrático de Derecho en La Laguna -aunque no había tomado posesión del cargo- y profesor en la Complutense.

El levantamiento militar lo sorprendió en Latinoamérica, dando conferencias. Volvió a España de inmediato porque sintió que era lo que debía hacer. «Siempre he procedido en mi vida de esa manera: hago lo que debo hacer, es algo innato», explicaba muchos años después. Durante la guerra, realizó tareas diplomáticas y formó parte del Servicio de Investigación. Su padre y su hermano, que vivían en Burgos, habían sido fusilados en las primeras semanas del conflicto. A comienzos de 1939, cuando la derrota era ya inevitable, comenzó un exilio de casi cuatro décadas que se repartió entre Argentina, Estados Unidos y Puerto Rico.

A diferencia de otros, Ayala no fue nunca un exiliado profesional. En sus memorias recordaba que gozó de unas oportunidades y una calidad de vida que no estaban al alcance de sus colegas en España. Volvió por primera vez en 1960 y desde ese año regresó cada verano, siempre con discreción. «Quería ver y no ser visto», confesó.

Tras la muerte de Franco y coincidiendo con su jubilación como profesor en EE UU, se instaló en Madrid de forma definitiva. A comienzos de los 70, se había publicado en España El jardín de las delicias, una de sus novelas más célebres. Fue como descubrir a un autor que era ya casi septuagenario. Porque, a diferencia de los más veteranos miembros de la Generación del 27 y de otros exiliados ilustres como Sender, Ayala había sido prácticamente invisible para el estrecho mundo cultural de finales del franquismo. «Era un gran liberal y quizá eso le dio un perfil más bajo que si hubiese tenido una ideología más radical», comentaba ayer Antoni Munné, editor de sus Obras completas.

Sin reproches y en paz

Ayala mantuvo una actividad importante hasta época bien reciente y eso mismo hizo que se fueran reeditando sus trabajos anteriores, tanto narrativos como ensayísticos. Su capacidad para la crítica a un lado y otro del espectro político y su elegancia en el modo de plantearla -le repugnaba el «espectáculo atroz» de la pugna entre partidos- lo convirtieron en el intelectual más respetado.

También contribuyó a ello la edad. Porque poco a poco se fue convirtiendo en el patriarca de la literatura hispana. Antes de cumplir 100 años superó una enfermedad y desde ese momento empezó a verse a sí mismo como «un antepasado». «Vivo en un presente congelado. El futuro está prohibido. He aceptado que mi vida se ha terminado», decía en una entrevista concedida con motivo de la celebración de su centenario.

En paz consigo mismo, sin reproches para nadie, Ayala mantuvo hasta hace muy poco sus rutinas: casi todos los días, elegantemente vestido, bajaba junto con su esposa, la estadounidense Carolyn Richmond, a La Taberna Siciliana, un local situado en su misma calle. Allí, comía con apetito y bebía una copa de buen vino. «El agua es para lavarse», decía con picardía.

Por la tarde, una siesta, lectura (con alguna dificultad, estaba operado de cataratas) y charla con amigos. Le gustaba sobre todo la gente joven, y si entre sus interlocutores había alguna mujer mostraba un punto de coquetería.

La vejez era algunas veces tema de conversación. Ahí ejercitaba su humor negro, igual que cuando abrió el acto central del homenaje por su centenario pidiendo disculpas por seguir vivo. En otras ocasiones se apreciaba una cierta amargura. No hace mucho, cuando murió uno de sus discípulos -ya casi octogenario-, se lamentó por ello y se preguntaba al tiempo qué hacía él en este mundo.

La SGAE propuso su candidatura para el Nobel en los últimos años. Ayala, en posesión del Cervantes y el Príncipe de Asturias, no le daba ya importancia. Se sentía premiado con el reconocimiento a su figura de intelectual sin tacha y con una larga vida en la que fue moderadamente feliz, «partiendo de la idea de que somos perecederos y nada es definitivo». Muchas veces en los últimos años le preguntaron el secreto de su longevidad. Su esposa comentó que debía ser una copita de whisky y unas cucharadas de miel que tomaba cada día. Todavía el pasado 16 de marzo, cuando cumplió 103 años, algunas personas que coincidían con la pareja en el restaurante junto a su casa le regalaron whisky y miel. Ni siquiera así pudo eludir la muerte. En julio, en su última aparición pública, dijo: «No hay derecho a vivir tanto». Ayer, tras desayunar, se quitó la máscara de oxígeno y dijo muy quedo: «Me muero». «¿Cuándo?», preguntó su cuidadora. «Ahora». Y en unos minutos murió. Aunque en verdad Ayala es eterno.