ANÁLISIS

A costa de quién

PROFESOR DE FILOSOFÍA DE LA UNIVERSIDAD CARLOS III Actualizado: Guardar
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A nadie se le ocurre justificar la corrupción en público, pero ¿cuántos están dispuestos a condenarla cuando la tienen cerca? Es difícil que opiniones y actitudes sean plenamente coherentes, pero ¿estamos seguros de que los ciudadanos rechazan la corrupción de forma categórica?

Complicidades y silencios están profundamente arraigados en la trama final de las valoraciones sobre la corrupción. La censuramos en abstracto, pero también la disculpamos: «Esto siempre se ha hecho así...»; «Es por el bien del pueblo...»; «A veces no hay más remedio...», etc. La rechazamos en el desempeño de los cargos públicos, pero la aceptamos como parte del juego en muchos sectores de la actividad empresarial donde la frontera entre el precio y el soborno no acaba de quedar clara. Acusamos a los que se dejan corromper, pero no a los que corrompen. Nos fijamos en los que se llevan el dinero, pero no en los que saben y no denuncian o no vigilan.

Es un hecho que existe una amplia zona gris donde los estándares de valoración son imprecisos, donde el rechazo se diluye y las conductas resultan ambiguas. La corrupción bordea el tráfico de influencias, el conflicto de intereses públicos y privados, el clientelismo y la economía sumergida.

No obstante, es fundamental entender que es precisamente ahí, en los márgenes de la legalidad, en el mundo de las corruptelas menores, donde está el caldo de cultivo de la corrupción.

Los remedios para cortar las raíces de la corrupción son conocidos. La transparencia informativa y la acción de los tribunales son indispensables, pero la lucha contra la corrupción requiere además cierto grado de virtud y civismo. El problema está en que estos remedios son demasiado lentos y demasiado frágiles. Con todo, sin caer en moralismos inútiles, no está de más recordar que en las situaciones de corrupción endémica todos pierden, y que los beneficios de la corrupción, cuando los hay, se reparten siempre de manera arbitraria. La corrupción no sólo es mala en general, porque es ineficiente e inmoral, sino que además es injusta: no beneficia nunca a los más débiles.