CUARTO DE PALABRAS

El mirador

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Está claro que Saramago no cree en Dios, promocionó su última novela despachándose con «Dios no es de fiar. ¿Qué diablos de Dios es éste que, para enaltecer a Abel, desprecia a Caín...?». Me he acordado de esa dicotomía porque, aunque no es mi intención despreciar, no voy a enaltecer, ni por supuesto, en un brote de engreimiento, considerarme el niño del cuento. El traje nuevo del Emperador. Bueno, ni a desaprovecharme en un pareado (da coraje hacer de malaje). Me temo que voy a hacer de malaje.

El día que nací yo, no tengo ni puñetera idea qué planeta reinaría, pero sé que a la Aduana Nueva estaban dándole sus últimas paletadas y ese año la inauguraron («Lenguaje formal y decorativo de corte clasicista», entresaco de su protección en el BOJA). La cuestión es que con el tiempo se quedó entreestaciones y, cuando tiraron la nueva, entrepolémicas... En todo ese lío no nos ha dado por negar la mayor, y esto es, perder lo maravilloso, lo sublime de una estación vieja: su arco de luz entre forjados que se pierde en un fondo ilimitado por raíles que nos llevan a un universo de sensaciones... (Personalmente no habría puesto ahí la Aduana). A los pocos años de aquello corría jugando a la pelota ante la Casa del Obispo, pero vaya, eso ya lo habían pateado otras generaciones y civilizaciones hasta quedar su espacio de historia a la luz... Personalmente, tampoco habría puesto ahí el mirador; la tumba del fenicio no la veo (la luz me refleja en el cristal como una venganza), su privilegiada vista al tráfico me abstrae de macaeles y su afectada postal ibicenca me dice que, como en la estación, cada luz tiene su espacio sublime en el que se vacían sus sensaciones y (negaría la mayor) ese espacio no es el de esa luz. Personalmente, entre templos de culturas, entre catredrales, habría puesto unos cipreses, entre otras cosas, porque los cipreses creen en Dios.